El ojo que me miró
Publicado el 13/07/2025 a las 17:00 por Domingo Norte

Era yo un muchacho todavía, dando los primeros pasos en ese terreno áspero que es el mundo de los adultos, cuando me invitaron a una cacería. Salimos al atardecer con unos amigos de mi padre, hombres de campo hechos y derechos, en busca de unas nutrias que, decían, estaban socavando los tajamares de un estanciero vecino. Las piezas servirían de alimento esa misma noche, en forma de ensopado.
Aquel día, por primera vez, apoyé la culata de una Remington contra mi hombro. Disparé. Pero no di en el blanco: la bala partió un joven palo de coronilla, y el eco del disparo me dejó un sabor a derrota temprana. La ansiedad me fue ganando por dentro. Quería acertar, quería formar parte, quería demostrar que podía.
La noche avanzó sin frutos. Las nutrias se esfumaban como si la tierra las hubiese tragado. Estaba frustrado. El silencio entre los hombres crecía amargamente.
Cuando ya recogíamos las cosas en la mañana, vi algo en lo alto de una arboleda. Dos ojos me observaban con una calma que no supe descifrar. Llamé a los mayores. Me dijeron: “Es un mano pelada.” Uno de ellos, sonriente, me ofreció el rifle. Asentí, apunté, disparé.
Acerté.
El animal cayó sin un grito. Corrí a su encuentro, contento por el logro. Pero al llegar, lo hallé tendido, aún con vida, y con la mirada fija en la mía. No se movía. No forcejeaba. Me miraba con gran quietud, profunda, como aceptando el injusto final que le tocaría.
En ese instante, algo cambió. El orgullo se disolvió. Me quedé parado, mirando cómo se le iba la vida de a poco. No era miedo, ni dolor: era resignación. Y eso fue lo que más me perturbó. Aquel día decidí que no volvería a cazar.
Pasaron los años. Y hace no tanto —tres inviernos atrás—, mientras me alistaba para salir al campo, escuché un disparo. Salí apurado. A lo lejos, vi a tres gurises que huían entre los pajonales, sin mirar atrás. En el suelo, otra vez, un mano pelada. Agonizaba.
Me acerqué. Me miró como aquel otro, en mi juventud. Pero esta vez, algo más sucedió: el animal se movió apenas, y bajo su cuerpo apareció un pequeño, un cachorro. Se aferraba a la madre con desesperación.
Dicen que los animales no hablan. Pero yo sentí, con claridad, que aquella mirada decía: “Cuidalo, te lo ruego.”
Me senté a su lado. Lo acompañé hasta el final. Luego tomé al cachorro, lo envolví con cuidado, y lo llevé conmigo. Hoy vive en mi casa. No como mascota, sino como un igual. Como quien lleva la memoria de lo que fue.
En esta tierra no hay ley que castigue el matar por matar. Nadie paga por esas muertes inútiles. Quizás un día la naturaleza nos devuelva lo que le quitamos. Y cuando eso ocurra, tal vez entendamos.
Mientras tanto, yo estaré aquí. Pagando lo que me toca. Y defendiendo, con palabras y con actos, la vida de estas criaturas que sólo quieren eso: vivir en paz, sin mirarnos con miedo.