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Frecuencia 92.1

Publicado el 26/11/2025 a las 18:23 · por Pionero Este usuario se registró antes del 24/11/2025. Carmela Garcia Burgos · 6 min de lectura

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El micro de las 7:08 llegó con el aire frío que se mete por las mangas y ese olor mezclado entre yerba húmeda y colonia barata que siempre deja la gente apurada. Yo subí apretando el mate contra el pecho —la tapa mal cerrada, siempre lo mismo— y el perfume de vainilla escapándose de mi bufanda.

Martes. 

Mi abuela decía que los martes son días para estar atenta, porque lo que no pasa, pasa igual por adentro.

Me senté donde siempre, asiento derecho, ventana empañada. Dibujé un círculo con el dedo, como para invocar un sol. Atrás de mí, alguien pasó las páginas de un libro con ese gesto lento de quien mira el mundo entre renglones. Giré un poquito. Vi la tapa: Benedetti. La tregua.

Y lo vi a él. 

No tenía esa cara torpe de quien solo mata el tiempo en un libro: tenía la expresión de quien mira entre las palabras, como si respirara lo que otros apenas leen. Tenía el pelo castaño, un poco desordenado, con ese volumen leve de quienes no peinan el día, sino que lo dejan caer. Entre el marrón de su buzo y el verde gastado de la mochila había una armonía silenciosa, como si esos colores fueran una forma de decir quién era sin abrir la boca.

Sus ojos eran marrones cálidos: no ese marrón cansado de los lunes, sino uno que parece guardar un fósforo encendido detrás. 

Él levantó la mirada y la apoyó en mí como quien reconoce una canción en otra voz.

Del lado del pasillo, un señor sostenía un ramo de flores envuelto en papel madera. Las flores eran mitad frescas, mitad resignación. Olían a intento de reconciliación. Se notaba de lejos.

La radio del micro —esa que siempre está un poco desafinada, un poco llorosa— sonaba bajito. Estaban pasando un tema de Virus, retro y calmo, la melodía apenas sosteniéndose en la mañana.

Yo apoyé la cabeza en el vidrio frío. El micro arrancó.

Entonces apareció la voz:

—Hoy, en este martes húmedo, mientras la ciudad bosteza, seguimos con ustedes en la 92.1. 

Disculpen si hay un poco de ruido: la neblina anda con ganas de charlar.

Sonreí. No por chiste: por ternura.

El chico del Benedetti levantó la mirada. Me observó un segundo, como si hubiese escuchado el mismo comentario dentro de su cabeza.

—Me encanta cuando dicen esas cosas —dijo él—.

Nadie escucha a esta hora, pero igual le ponen poesía.

—Sí —respondí—.

Supongo que hay que tener un poco de paciencia para escuchar lo que no suena fuerte.

Él cerró el libro sin marcar la página, como si mi frase le hubiera abierto un costado chiquito.

—¿Sabés qué? —dijo entonces, más suave—.

Hay gente que solo mira lo que pasa.

Y otra que mira cómo pasa.

Vos sos de la segunda.

—¿Por qué decís eso?

—Porque tenés olor a mandarina y vainilla —dijo como si fuese obvio—.

Y nadie que combine esos dos olores está dormido.

Me reí sin querer.

—¿Y vos qué olor tenés?

—A libro usado, supongo. Y a alguien que dejó algo pendiente.

No supe qué contestar. A veces una frase simple te desacomoda más que una declaración de amor.

El señor de las flores empezó a acomodar los pétalos con dedos torpes, como si ensayara una disculpa antes de llegar.

—Mirá —dijo el chico del Benedetti, señalando con la barbilla—. ¿Ves al señor de las flores?

Asentí.

—No son flores de aniversario. Son flores de “tardé mucho en volver”. Tiene cara de que ensayó la frase en el espejo.

—¿Y vos cómo sabés esas cosas? —pregunté.

—No sé. A veces veo… lo que la gente no dice.

Lo dijo sin ponerse importante. Como si fuera un don chiquito que se lleva en el bolsillo trasero.

Yo acerqué el mate y le ofrecí, por inercia.

—Está medio lavado, pero sirve.

Lo tomó con cuidado, como si el mate fuese una confesión caliente.

—Gracias. —Hizo una pausa—. Vos también venís con algo sin decir.

Eso me tocó un lugar raro.

En mi bolsillo izquierdo tenía una nota que escribí la noche anterior, cuando esa mezcla de valentía y tristeza me mordió el pecho. Una nota que no sabía si entregar o romper.

—¿Qué te hace pensar eso? —pregunté, sosteniendo el mate para no sostener otra cosa.

—El modo en que apretás ese bolsillo —dijo—.

Y que cuando la radio puso Virus, cerraste los ojos como si te arreglara algo por dentro.

No pude responder.

El micro entró en una zona de neblina y la radio hizo un ruido raro, como si estuviera acomodando su propio corazón. El locutor volvió:

—A veces uno entiende algo cinco minutos después de que pasa. O cinco años antes. Depende del coraje.

Yo tragué aire, despacio.

El chico sonrió como si la radio le hubiese guiñado el ojo.

—¿Te pasa seguido? —preguntó—.

Eso de entender después.

—Todo el tiempo —admití.

El micro frenó. Todavía faltaban varias paradas, pero mucha gente bajó igual. El señor de las flores se levantó con un suspiro. El papel madera crujió como si también quisiera disculparse.

La radio quedó muda unos segundos.

Y entonces empezó “Zafar” de La Vela Puerca, suavecito, como si supiera dónde estábamos parados.

—¿Y entonces? —dijo él—.

¿Qué vas a hacer con lo que estás pensando?

—Nada, por ahora —respondí—.

A veces fingir demencia también es un acto de amor.

Él asintió.

—O de supervivencia.

El micro frenó en mi parada.

Me levanté. Sentí el peso de la nota en el bolsillo izquierdo. Ese peso que no es físico, pero igual te tira del cuerpo. Él abrió su libro, no para leer, sino como quien guarda una pregunta para después.

—Que tengas un martes leve —me dijo.

—Que tengas un martes verdadero —le respondí.

Bajé del micro. La calle estaba fría. Pensé en mis zapatillas apretándome el talón, en mi pelo desarmado que salió sin permiso, en mi perfume a vainilla mezclándose con el aire. Caminé despacio. Me miré en una vidriera aunque no quisiera.

Me vi.

No supe si me gustó.

Toqué el bolsillo izquierdo.

La nota seguía ahí: un bicho inquieto tratando de hacer ruido.

El micro arrancó de nuevo. No miré si él me estaba viendo por la ventana. No quise saberlo.

Hay miradas que funcionan como libros abiertos: si las releés demasiado, se acaban.

Seguí caminando y entendí —no sé cómo, ni por qué parte del cuerpo— que los martes no vienen a resolver nada.

Vienen a señalarte la fisura exacta por donde podría entrar la luz, si alguna vez te animaras.

Y con eso —solo con eso— seguí caminando.

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Sobre Pionero Este usuario se registró antes del 24/11/2025. Carmela Garcia Burgos

Argentina. Escribo cuentos y poemas sin hacerme la escritora. Católica -catequista-. Políticamente de derecha. Hincha del rojo

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