La belleza de lo simple: el arte de enamorarse de lo cotidiano
Publicado el 04/06/2025 a las 15:00 por Esteban Rodrigues

Hace un tiempo, con unos amigos, nos planteamos si realmente existe el ""sacarse las ganas"". Frase que marca presencia en la cabeza de cualquier persona en su juventud —y tal vez hasta la vejez—, y quien les escribe no fue, y por momentos no es, la excepción.
Para mí es una incógnita importante, porque creo que buscar constantemente experiencias nuevas y estimulantes no funciona de manera saciante, sino que, para mí, algunas veces, todo lo contrario. La neurociencia nos dice que nuestro cerebro se adapta rápidamente a los estímulos, generando tolerancia. Lo que ayer nos emocionaba, hoy nos resulta rutinario. No existe un checklist inconsciente que necesitemos completar para vivir. El tiempo no perdona nada, y en determinado momento nuestra vida se puede llenar de responsabilidades que pueden funcionar como ataduras. ¿Y qué nos queda de esas experiencias? ¿Recuerdos? No solo recuerdos, sino la sensación de que nuestra ""buena vida"" se terminó.
Me gustaría que esto lo compares con un joven que vive en el interior profundo y conoce la capital. ¿Creés que lo va a vivir igual que vos, que recorrés estas calles llenas de edificios día a día? Para nada; vos necesitás más para sorprenderte (adaptación hedónica). Y para mí así funcionamos de lo micro a lo macro.
Somos seres que estamos buscando satisfacer una cuota de emoción constantemente, y varias veces el detonante de una nueva experiencia es ""para sacarme las ganas"". Las ganas de momentos intensos casi nunca se van, solo logramos alimentarlas. Es como una adicción sutil pero poderosa: cada experiencia extraordinaria eleva el umbral de lo que consideramos satisfactorio, creando una espiral ascendente que nunca encuentra su techo.
La cultura contemporánea, alimentada por las redes sociales y el marketing experiencial, nos vende la idea de que una vida plena es sinónimo de una vida llena de eventos memorables. Instagram se convierte en nuestro cuaderno de bitácora emocional, donde solo registramos los momentos ""dignos de compartir"", ignorando sistemáticamente las horas que realmente componen nuestra existencia.
Un día tendremos que vivir una vida simple, y qué suerte van a tener los que ahí encuentren belleza, porque varios van a conocer muchos años de tristeza y de no pertenencia al lugar donde hoy están, todo por haberse ""sacado las ganas"" quizás de manera desmedida y con ese único objetivo, con una vida que gira en torno de eventos extraordinarios y un vacío constante frente a lo cotidiano. Esta transición, puede convertirse en una crisis existencial profunda.
El problema no radica en vivir experiencias intensas, sino en hacer de ellas el único parámetro de una vida valiosa. Cuando condicionamos nuestra felicidad a eventos extraordinarios, condenamos aproximadamente el 90% de nuestros días a la irrelevancia emocional. Los lunes se convierten en antesalas de los viernes, los meses de trabajo en períodos de espera hacia las vacaciones.
No estoy diciendo que no vivamos la vida que queremos, sino que sepamos ver la belleza de lo simple: un café con quien amás, un almuerzo en familia, una siesta sin alarma, una conversación profunda en el sofá, el silencio compartido, la rutina que nos da estructura y pertenencia.
La verdadera revolución personal quizás consista en encontrar lo extraordinario en lo ordinario, en hacer de cada día común un evento digno de ser vivido plenamente. Seamos conscientes de cómo vivimos la mayor parte de nuestra vida, y aprendamos a enamorarnos de la misma. Porque al final del día, la vida no se mide por los momentos que nos quitaron el aliento, sino por todos aquellos en los que respiramos tranquilos, presentes y agradecidos por la simple magia de estar vivos.