La moneda de tres pesos
Publicado el 23/07/2025 a las 20:00 por Facundo Araújo

La moneda de tres pesos
Un día, emergiendo de la crisálida de la adolescencia, me enfrenté al duro ecosistema de la adustez, y ese día comprendí que la distancia de los caminos depende más del espíritu del caminante que de la cantidad de espacio que este abarque. Era un día soleado, pero, sentado en el living de mi casa, noté que las hojas del roble del patio bailaban con más énfasis que lo habitual, y una hilera de polvo deambulaba suavemente sobre las baldosas de barro cocido, acariciando dulcemente.
Salí al exterior, y una fría brisa se enfrentó contra la superficie de mi rostro. Era evidente, pero solo para confirmarlo miré al norte y dilucidé un gran nubarrón que apagaba, paciente y con desobediencia, la luz de ese día. Mi primera impresión fue recoger la ropa tendida, pero luego ese frío y nostálgico viento comenzó a seducirme para que apaciguara esa sensación con el humo de un cigarro. Pero ya no tenía. Miré al nubarrón y, con intención matemática, comencé a analizar si me daría para comprar los cigarros antes de tender la ropa. Me decanté por ir, pero a las apuradas. Tomé con diligencia un saco de gamuza marrón oscuro que era de mi padre y corrí hacia el almacén, quedaba exactamente a tres cuadras de mi casa.
El viaje a las apuradas fue rápido, pero no por eso menos disfrutable. El viento soplaba hermoso y las hojas secas danzaban a mi alrededor. Al llegar enfrente a la cajera, me percaté, revisando el interior de mi billetera, que me faltaba una moneda de tres pesos para concretar mi compra, así que, con resignación, me volví. Pensé en algún momento pedir que se me anotara en la libreta, pero ya no estaba en condiciones de hacer una petición de ese estilo.
Me propuse caminar con paciencia, ya que la lluvia no parecía tan inminente, y esa brisa se prestaba para disfrutarla mientras me dedicaba a perderme en mis pensamientos. Pero, a la mitad del trayecto, justo enfrente de la mutualista de la que éramos socios, me tanteé el bolsillo trasero del pantalón, solamente por las dudas y para calmar la desesperada ansiedad del vicio, y, por casualidad, justo ahí estaba la tan ansiada moneda de tres pesos. Supongo que alguien lo habría usado, porque casi nunca pongo las monedas en ese lugar. Encontrarla fue sucedida por una fuerte descarga de alegría que me calentó el cuerpo y parecía ser presagio de suerte. Pero, al darme vuelta para volver a mi misión original, noté en la esquina a Eduarda, mi hermana, que caminaba frenética hacia mí, con una mueca de desesperación que la volvía irreconocible.
Fueron pocos los pasos previos a preguntarme a los gritos:
—¿Sabés algo?
—¿Cómo? —respondí.
Pero ella contestó con la misma frase, que no tardó en repetir frenéticamente.
—¿Sobre qué? —pregunté sorprendido.
Entonces, a los gritos y en una oración entrecortada por sus suspiros, me contó que nuestro hermano Bruno, que venía en viaje desde Montevideo con un amigo, había chocado en la carretera. No sentí en ese momento mayor desesperación, no comprendía qué estaba pasando. Pero luego, súbitamente, el significado atroz del escenario que se me estaba dibujando se me presentó.
Una amiga de mi madre, que trabajaba ahí, nos recibió en la puerta y nos dirigió de vuelta hacia afuera. Agradecería que hubiese un lugar donde sentarme, puesto que nos dijo, con gran cautela, que, de los dos que venían en el auto, solamente uno había sobrevivido. Pero dijo que no sabía cuál. Mi hermana se embarcó en un viaje silencioso hacia el suelo, como si fuese una máquina que se apagaba, así que tuvimos que llevarla al interior de la clínica.
Estuve un rato con mi hermana, pero la desesperación empezó a burbujear en mí y un gran impulso de salir al exterior. Al salir, en esa vertiginosa carrera, vi cómo estaba llegando mi tía con mi madre, que venía a los alaridos y también terminó siendo atendida en el interior de la clínica, adonde le dieron algo para tranquilizarla. Más tarde llegó mi padre con dos de mis primos, y luego un tío, y luego otra tía con su hijo. Éramos unos cuantos esperando afuera. Pero, después de un rato más largo, llegó mi otra hermana, la mayor. La que siempre había puesto orden en cada situación de crisis. Sentí un gran alivio con tan solo verla, como esperando que ella solucionara esta horrible espera que respondía en verdad solamente a los caprichos de la suerte o, tal vez, de Dios.
Ella abrazó a mi padre, pero después a mí, con una fuerza que casi hizo que liberara toda mi tensión en un chillido de llanto.
—¿Cómo estás?
—Bien —le contesté.
—¿Quiénes son aquellos? —preguntó, señalando a otro grupo de personas que se encontraban esperando del lado derecho de la puerta.
Elevé los hombros, demostrando que no tenía idea, a lo que mi padre declaró en un susurro que eran los familiares del amigo de mi hermano, el que venía manejando.
Las horas empezaron a pasar, y la imagen de cada auto que doblaba por esa esquina me atravesaba como una astilla de vidrio en medio del pecho. Los truenos retumbaban en el cielo y las luces de los relámpagos iluminaban nuestros rostros desesperados. Pasó un auto, luego otro, luego otro. Recuerdo el temblor de mis manos cada vez que la luz de uno nos iluminaba. Empecé a contar cada vehículo que pasaba y a clasificarlo por marca y color. No sé cuántos habrán pasado, quizás 3, 30 o 300; parecían simular al mismísimo infinito.
En un momento, una ambulancia dobló la esquina y todos se pararon. Pero esta era de otra mutualista y pasó de largo. Cuando esta pasaba justo enfrente de nosotros, escuché un grito desgarrador:
—¡LA PUTA QUE ME PARIÓ, NO VIENE NUNCA!
Era un viejo del otro grupo, que remató su grito con una patada a la pared de la clínica. Una de las muchachas lo abrazó cuando estaba en cuclillas en el suelo y lo apaciguó repitiendo la frase:
—Él está bien.
—Él está bien.
—Él está bien.
Luego declaró, en un grito que se desfiguró en un llanto, la frase:
—Yo sé en mi pecho que él está bien.
Mis ojos condensaron lágrimas en ese preciso instante. Comprendí que, si esa frase era real, mi hermano no vendría en esa ambulancia, sino que estaría enfriándose, destruido, en un auto en medio de la nada. Me volví hacia mi hermana y su semblante era una muralla. Luego se me acercó y me preguntó si sabía cuánto demoraba la ambulancia. Le dije que no, pero que Gladis (la amiga de mi madre) estaba en la clínica y quizás ella podría tener más información.
Entró con ímpetu y casi al instante salió. Con voz firme dijo:
—Dicen que en 3 minutos está acá.
Quizás sería mejor que no nos dijera eso, porque tres minutos contados con la suficiente desesperación pueden sentirse iguales que una vida entera. Yo lo único que hacía era mirar el movimiento del segundero en mi muñeca o mirar, a lo sumo, los autos que doblaban esa condenada esquina. Los truenos resonaban con más intensidad, pero nadie les prestaba mayor atención. Nuestras miradas solamente se modificaban si las luces de un auto herían la oscuridad de esa cuadra.
El viento frío empezó a soplar más fuerte, y luego observé a mi padre temblando como una hoja. Pensé en llevarlo al interior para que esta cruel espera no desembocara en algo aún más grave, pero no me moví. Repentinamente, una mano firme pero suave impactó en mi cuello y, al girar la cabeza, vi los ojos de mi hermana mirándome fijamente:
—¿Un cigarro tenés?
Tan solo esas palabras me aliviaron fugazmente un poco la ansiedad, y, como reflejo, tomé la moneda de tres pesos y le dije:
—Vamos a comprar.
Ella emitió un largo y entrecortado suspiro y asintió.
Exactamente en la esquina distal de adonde vendría la ambulancia, sentimos la sirena, por lo cual volvimos corriendo. Yo apreté fuertemente la palma y sostuve la respiración mientras observaba cómo aparecía, paraba y se abrían las puertas de la ambulancia.
Por alguna razón que no sé explicar, lancé aquel objeto hacia arriba y vi cómo caía lentamente hacia mi mano abierta. Cerré los ojos y los abrí. Vi en mi palma que había salido cara. Luego levanté la vista, y estaba mi hermano acostado en la camilla de la ambulancia con la mano extendida.
Lo primero que hice en ese instante fue dirigir mi mirada hacia la otra familia.
Estaban ahí, inmóviles. Parecía que todos ellos habían perdido, al mismo tiempo, la vida o se habían transformado repentinamente en estatuas. No emitieron el más mínimo movimiento. Miré hacia un costado, y mi hermana se abalanzó hacia mí en un abrazo. La lluvia estalló sobre nosotros y, luego de tomar aire, las únicas dos palabras que pronuncié fueron:
—La ropa.