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La mujer más linda que vi en mi vida

Publicado el 19/05/2025 a las 13:00 por Facundo Araujo

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Siempre hubo quienes se tomaban el trabajo —casi con entusiasmo— de llamarme aburrido. Quizás tenían razón. Nunca supe bailar sin calcular con antelación el próximo paso, ni me sedujo el vértigo sudoroso del boliche. En cambio, había algo en las conversaciones largas —esas que empiezan con una broma boba y terminan en una teoría sobre el alma— que me parecía infinitamente más apasionante.

Me gustaba perderme en esa selva de palabras, en ese vaivén de silencios donde, si uno se lo proponía, podía encontrar el alma del otro flotando debajo de cada frase.

Y fue en una de esas noches, cuando el tiempo parece estar anestesiado, que sucedió.

Estábamos sentados en ronda, con vasos a medio vaciar y pensamientos a medio construir, cuando el Turco Olivera —que de turco tenía lo mismo que yo de casanova— comenzó a desgranar una historia sobre el origen de la milonga. Tenía esa extraña habilidad de narrar como si lo que contaba hubiera ocurrido segundos atrás, incluso si jamás le hubiera sucedido. Lo escuchábamos con la concentración de quien asiste a un acto histórico, aunque siempre agazapados, esperando el primer descuido para destruir la solemnidad con algún chiste muy bajo.

Y entonces, con la imprevisibilidad de una estrella fugaz, apareció ella.

No bajó por una escalera. No sonó una música especial. Simplemente atravesó el salón como un incendio: sin saber lo que generaba. Caminaba con una naturalidad devastadora, como si no sospechara el impacto que dejaba a su paso.

Una luz —que no venía de ningún foco visible— parecía seguirla. Era como si el mundo entero se hubiera oscurecido para resaltar el contraste insaturable de su belleza.

Recuerdo haber entendido, en sus gestos, la forma de su alma: un alma hermosa, de una persona que, en términos reales, yo no conocía. Y paladear una dulzura que terminó devastando cualquier intento por seguir escuchando el tema que tratábamos, mientras ella se aproximaba, balanceando sus cabellos rubios que servían como un marco que, al mismo tiempo, era parte del lienzo que contenía.

Me puse de pie, para saludar, más por reflejo que por decisión, ya que fui adiestrado en un ambiente en el cual estas prácticas eran la regla. Quise decirle algo. Algo inteligente, algo que justificara mi existencia ante tal obra de arte. Pero las palabras, esas traidoras, se me quedaron ahogadas en la garganta. No le hablé. O tal vez sí, pero no con la boca. Y luego pasó. Como pasan los cometas. Como pasa la juventud.

Todo siguió su curso natural. Como un río que no se detiene aunque uno se esté ahogando.

Hace apenas un rato, entró a mi habitación mi hermana Isabella. Me tomó la mano —esta misma con la que escribo— y me preguntó si recordaba quién era. Le dije que sí, que era mi hermana. Ella sonrió con una alegría que desbordaba de su sonrisa y que yo, en ese instante, no lograba comprender. Luego señaló a un hombre que la acompañaba y me preguntó si sabía quién era él. No supe. Tal vez una pareja de ella, tal vez un médico. Tal vez un recuerdo disfrazado de presente.

Cuando se fueron, me invadió una angustia punzante, que arde en la impotencia de existir. Miedo a olvidar el rostro de mi hermana, el de mi padre, el de mis amigos de toda la vida.

Pero sé —con esa certeza que no necesita pruebas— que jamás olvidaré el rostro de la mujer más linda que vi en mi vida.

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Facundo Araujo

Estudiante de medicina veterinaria. Miembro de la agrupación Innovación. Escritor de cuentos y relatos.

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Comentarios

Henry de Mello

19/05/2025 13:09

Muy bueno, deberías sacar un libro de cuentos

Henry de Mello

19/05/2025 13:11

Capaz con un nombre tipo “Apoptosis”, nose

José Larralde

19/05/2025 13:14

Beautiful story, bro.

Douglas

19/05/2025 17:42

Llegó la felicidad

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