Un país sin animales
Publicado el 04/06/2025 a las 18:00 por Facundo Araujo

Desde muy chico se despertó en mí una fascinación profunda por los animales. Para mí, eran algo que moldeaba y definía mis actitudes, que forjaban una forma de ser. No sé exactamente qué encontré en ellos, pero era —y sigue siendo— algo que me emociona.
Recuerdo que, cuando era niño, generé una pequeña revolución en mi escuela. Estaba estupefacto ante la presencia de un saltamontes enorme, así que decidí ponerlo en un frasco y llevarlo a clase para mostrárselo a mis compañeros y, sobre todo, a mi maestra. Entré por la puerta principal con la seguridad de un gran ejecutivo, llevando en mi mano aquel precioso animal. Mis padres lo sabían, e incluso me alentaban a vincularme con los animales y a investigar sobre ellos.
Esperé el momento justo y, cuando vi a la docente sentada y distraída, me acerqué con la inocencia de un niño apasionado y se lo mostré. Su reacción fue radicalmente opuesta a lo que yo esperaba: escondió la cabeza entre los hombros, desfiguró su rostro con una mueca de asco y gritó: “¿¡Qué es eso!?”, empujando al insecto al suelo. Antes de que pudiera recogerlo, ella lo tomó y lo tiró a la basura.
Me eché a llorar desconsoladamente, en parte por el desprecio hacia aquello que mostraba con tanto entusiasmo, pero fundamentalmente por el pobre animal, que había sido condenado injustamente a la muerte entre la mugre. Justo en ese momento, la directora, que pasaba por allí, se conmovió gracias a la actitud heroica de uno de mis compañeros —a quien hoy recuerdo con mucho cariño—, y salió en defensa mía y del pobre animalito con una efusividad memorable.
A raíz de eso, se generó una cadena de reacciones: en el recreo, otros maestros discutieron e increparon a mi maestra, y finalmente la directora terminó pidiendo disculpas a mis padres, quienes no entendían absolutamente nada cuando se les acercaron a la salida.
Este tipo de acontecimientos fueron comunes a lo largo de mi vida. Siempre estuve muy vinculado a los animales, al punto de decidirme por las ciencias veterinarias. Siempre me sentí cerca de ellos, y mi comprensión sobre el tema solía superar la de mi entorno.
Pero un día me enfrenté a una gran verdad: los uruguayos, en general, estamos profundamente alejados del mundo animal. Tuve la grata oportunidad de convivir con especies como nutrias, comadrejas y, de forma casi paradigmática, un mono. Además, viajé bastante, conocí animales en sus hábitats naturales y fui voluntario en el refugio de animales silvestres de Rivera, gracias a dos personas maravillosas: Raquel Martínez y Neber Lisboa, quienes me permitieron compartir tiempo con los animales que cuidaban.
Al vivir siempre tan íntimamente relacionado con ellos, evitaba ver una realidad evidente: el resto de la población uruguaya no tuvo esas oportunidades. Para muchos, este mundo está tan lejano como lo están las matemáticas para mí. Lo entendí plenamente un día, en una excursión a Lunarejo —una zona protegida de mi localidad—, donde coincidimos con un grupo de personas de Montevideo. Su desconexión con la fauna era tal que llegaron a proponer hipótesis tan absurdas como que un nido de boyero —un ave uruguaya que construye sus nidos en forma de bolsa— era, tal vez, un testículo seco de toro. Esa falta de conocimiento me descolocó.
El momento cumbre fue cuando una liebre saltó entre los pajonales y ellos creyeron estar viendo un ciervo. Entonces comprendí la magnitud del problema: la fauna en Uruguay es un tema profundamente ajeno, sobre todo en la zona metropolitana. ¿Cómo pueden preocuparse por algo cuya existencia ni siquiera conocen? ¿Cómo pueden extrañar algo que nunca vieron?
Tras esa epifanía, empecé a notar más cosas. En otros países —algunos que conocí personalmente, otros por documentales, amigos o contenido audiovisual—, los animales forman parte del paisaje urbano. En mi ciudad, en cambio, la aparición de un animal en la vía pública es un gran acontecimiento. Recuerdo dos noticias virales recientes: una mostraba un zorrillo en el centro de Rivera, y otra, un zorro, curiosamente a una cuadra de mi casa. La reacción de la gente fue desmedida, como si se tratara de un evento histórico.
En países como Canadá, ver ciervos caminando por calles céntricas no sorprende a nadie. Y no solo en países desarrollados; también ocurre en muchos países en vías de desarrollo. En cambio, en Uruguay, un zorrillo sigue siendo una gran noticia. Y eso, en el fondo, es muy triste.
Lo más doloroso es que estos animales no se acercan más a la civilización por una razón muy poco civilizada: si lo hacen, tienen garantizada la eliminación. Muchas veces, ni siquiera por necesidad, sino por diversión. Hay personas que encuentran placer en matar a un animal porque sí. Y nosotros, como sociedad, hemos elegido este camino.
Mi deseo no parte solo de querer que mis hijos crezcan en un lugar donde ver un ciervo en el jardín no sea descabellado, sino también de entender que dependemos mucho más de la naturaleza de lo que creemos. El equilibrio que sostiene la vida es frágil, y no sabemos en qué momento puede colapsar. Y cuando lo haga, tal vez sea demasiado tarde.
Pero aún no lo es. Todavía estamos a tiempo de luchar por mantener nuestra cercanía con la naturaleza. Podemos soñar con ver, del otro lado de la ventana, a una cierva y su cría alimentándose en nuestros jardines. Pero para lograrlo, debemos enfrentar una batalla más difícil de lo que creemos. Porque, si todo sigue como está, esa especie —como tantas otras— puede desaparecer para siempre.
Estamos en el momento de elegir si queremos manchar nuestras manos con el sublime color del esfuerzo, o nuestra vista con la turbiedad de lágrimas repletas de la sensación de saber que pudimos hacer algo, pero decidimos no hacerlo.