Lo nuestro
Publicado el 30/05/2025 a las 18:00 por Agustin Araujo

Hace un tiempo empecé a notar que algo se estaba perdiendo. Un vacío silencioso iba agrandándose, despacio pero constante, en mi entorno, en los gestos cotidianos, en la forma de mirar el mundo.
Siento que se están desvaneciendo principios y valores que alguna vez nos conectaron. Pero no como un avance deliberado hacia un futuro mejor, dejando atrás lo anticuado. No. Se trata de una pérdida silenciosa, casi imperceptible, de nuestra identidad.
Vivimos tiempos vertiginosos, donde todo es efímero: todo llega, todo pasa, todo se olvida y se reemplaza. Nos movemos al ritmo de un mundo que nos empuja como hojas en un mar tempestuoso, sin tener muy claro hacia dónde vamos, ni por qué. Fluctuamos bajo reglas contradictorias impuestas por modas importadas que poco entienden de nuestra historia, de nuestras raíces.
No niego que la globalización haya traído avances valiosos —sería absurdo hacerlo—, pero también nos arrastra sombras: la homogeneización cultural, la disolución de las tradiciones, la imposición de una forma única de pensar, sentir y actuar.
Sin darnos cuenta, la libertad de ser quienes somos y el pensamiento propio se volvieron casi un lujo. Y en ese proceso, la comunidad se va deshilachando.
Quienes son de todas partes, terminan sin ser de ninguna.
Y así, poco a poco, se diluyen las características que nos hermanaban y nos daban sentido de pertenencia.
No estoy en contra del progreso ni del intercambio cultural que nos enriquece.
Pero sí de perder lo que nos hace únicos.
Sería triste que Colombia cambiara sus ritmos caribeños por la música comercial sin alma.
Que Perú abandonara su deliciosa y tradicional cocina por sabores insulsos y globalizados.
O que las costumbres pampeanas se diluyeran en la uniformidad de un mundo plano.
Creo, firmemente, que no debemos ser todos iguales. La diversidad cultural es parte esencial de la belleza del mundo.
Si eso se pierde, viviremos en un mundo monocromático. Sin alma. Sin identidad.
En charlas con amigos, alguna vez dejé caer un comentario, tanteando el terreno, buscando saber si alguien más sentía lo mismo.
Y para mi sorpresa, no estaba solo. En muchos también habitaba esa necesidad. Dormida, tal vez. Pero viva.
Casi sin querer, fui cambiando con gestos simples, que rompían el molde. Necesitaba expresar algo distinto. Y pronto, algunos amigos hicieron lo mismo.
Habitaba en nosotros una necesidad compartida: volver a sentirnos parte de algo, volver a reconocernos en lo nuestro.
No buscamos imitar a ningún extracto social. Buscamos ser más nosotros.
Más ese Uruguay que escuchaba a Zitarrosa tanto en el campo como en la ciudad.
Ese país que se reconocía en sus gestos simples y en su música. Que se sentía unido por algo más profundo que las redes sociales o las marcas de ropa.
El sentido de pertenencia es lo que nos une. Nos da comunidad.
Nos permite entender nuestras diferencias sin rompernos.
En nuestra tierra siempre existieron valores admirables: el respeto, la honestidad, la democracia, la cercanía sencilla del saludo al entrar a cualquier tienda —ya fuera un quiosco o un supermercado—.
Hoy, eso se ha ido perdiendo. Y hasta se lo mira con extrañeza. Pero no hace tanto, era la regla.
No podemos olvidar que este país fue forjado por hombres y mujeres que se jugaron la vida para que en estas tierras se aquerenciara la libertad.
También eso, hoy, se va desdibujando. Se le resta valor a la idea de defender lo nuestro.
Pero ese desarraigo emocional es peligroso. Nos vuelve frágiles ante cualquier moda pasajera, ante cualquier corriente vacía, ante la frialdad desgarradora de olvidarnos lo que somos.
Está en nosotros defender lo que es nuestro.
No desde el rechazo, sino desde la conciencia.
Desde el amor por nuestras raíces.
Porque solo quien sabe de dónde viene, puede saber a dónde va.
Nunca deberíamos avergonzarnos de decir que estamos orgullosos de lo nuestro.