La revolución lenta de un estoico urgente
Publicado el 09/07/2025 a las 12:00 por Mauren Zamora

Mujica acariciaba a su perra con la misma paciencia con la que regaba las plantas. No apuraba los minutos: los escuchaba. Este no es un artículo partidario, es un intento de mirar de cerca a un hombre que vivió con la muerte respirándole en la nuca, y que por eso, entendió que lo esencial era vivir el ahora.
Hay quienes hacen de su vida una trinchera, y hay quienes hacen de su vida una metáfora. José “Pepe” Mujica, sin proponérselo, fue ambas cosas. Su figura ha sido mil veces retratada: el expresidente austero, el campesino que renunció al palacio, el exguerrillero que terminó citando a Epicuro en la ONU. Pero más allá del símbolo, queda el gesto: ese modo de habitar el mundo con la urgencia serena de quien sabe que no está acá para siempre.
Mujica no fue solo un político. Fue un hombre con una ética cotidiana. En un siglo dominado por la ansiedad, la acumulación, la hiperproductividad y la velocidad, eligió la lentitud. Eligió mirar a los ojos, acariciar a su perra, regar las plantas sin apuro. El tiempo, para él, no era dinero: era vida. Y esa conciencia –tan radical en un mundo que vive posponiéndose– resulta profundamente conmovedora.
“Yo sé que soy un viejo medio loco, porque filosóficamente soy un estoico por mi manera de vivir y los valores que defiendo. Y eso no encaja en el mundo de hoy”, dijo una vez. Y no encajaba, porque vivir con desapego, con humildad, con ternura, en una época que premia la ambición individual, el consumo y el narcisismo, no es solo una rareza: es un acto de resistencia.
Sobrevivió a la cárcel y a la tortura. Conversó con la muerte muchas veces. Hizo de la soledad una aliada, de la tristeza una escuela, del silencio un refugio.
“En mi jardín hace décadas que no cultivo el odio, porque aprendí una dura lección que me impuso la vida: que el odio termina estupidizando, porque nos hace perder objetividad frente a las cosas”.
Una renuncia al rencor que casi roza lo místico. Como en los textos de Montaigne, de Marco Aurelio o de los sabios orientales, se percibe la comprensión de que la vida no se trata de vencer, sino de comprender.
Y en esa comprensión, el amor aparece como única certeza. Un amor que no se grita, no se ostenta, no se exhibe en redes: un amor que se practica en la forma de vivir.
Como dijo el poeta chileno Raúl Zurita: “El amor es urgente porque nos vamos a morir.”
El amor, lo simple, lo inmediato: actos de resistencia frente a lo finito.
Mujica resistió —a la dictadura, al resentimiento, al cinismo— sin endurecerse, sin perder el afecto ni la fe en lo humano.
Dijo “no necesito más”, cuando todo el mundo pide más. Se detuvo, cuando todo lo que lo rodeó lo empujaba a correr.
Mientras la mayoría corre detrás de promesas, validación, éxito, o cualquier cosa que llene el silencio, la figura de Mujica recuerda que tal vez haya que caminar más lento para escuchar lo que importa.
Vivió con menos miedo y más presencia. Y mostró que la revolución no siempre toma la forma de una pancarta o un discurso: a veces se parece a una mesa compartida, a una siesta al sol, a un gesto sincero.
No hay victoria en el victimismo: el dolor existe, pero también la decisión de cómo enfrentarlo.
El único tiempo que existe es el presente. El amor no espera. La ternura no se posterga. Vivir como si el mañana no estuviera garantizado no es pesimismo: es lucidez. Y amar, también, es detenerse.
Porque elegir una vida sencilla en un mundo que premia la arrogancia, porque no odiar en un mundo que se alimenta del escarnio, porque hablar de esperanza en tiempos cínicos… Eso, también es político.