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Una monja en Rivera

Publicado el 26/05/2025 a las 10:00 por Facundo Araujo

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Lo más impactante de la historia que estoy por contar no es su desarrollo, sino la sensación que me deja comprender algo esencial: el comportamiento humano puede ser mucho más creativo, insólito y cruel que cualquier relato imaginable. Ese viejo dicho de que la realidad supera a la ficción, en este caso, no solo se hace evidente: también desgarra las fibras de la sociedad, volviéndola endeble, vulnerable a sus propios vicios. Vicios que pueden transformar a un santo en demonio… o, lo que es peor: a una señora insignificante —en apariencia— en un monstruo. Es justamente por esa forma tan absurda de actuar que tiene la gente de mi pueblo que hoy quiero dejar este testimonio por escrito, para que no se pierda entre los pliegues del olvido de quienes lo vivimos.

Esta historia comenzó como muchas, pero trascendió como pocas. Alguna señora, desgastada por la rutina, notó que una monja caminaba por el barrio con una presencia que desentonaba del panorama tradicional y cómodo de nuestra localidad. No tardó en formular hipótesis: ¿por qué esa monja era tan distinta? Las compartió con su grupo de amigas, quienes, quizás, dejaron volar aún más su imaginación. Ellas se lo contaron a algún vecino, y este, convencido, dio por hechas todas aquellas especulaciones.

Rivera no es la ciudad más grande del mundo, ni la más pequeña. Está en ese punto justo donde todo se conecta íntimamente, y los rumores corren como brasas al viento. Tan fuerte fue la reacción colectiva, que si el fuego de los chismes hubiera sido real, las cortinas de humo habrían cubierto media Latinoamérica, y el calor en el centro habría alcanzado la temperatura del sol. En cuestión de horas, todos hablaban de la misteriosa monja. Lo curioso es que casi nadie la había visto realmente.

Yo era un niño entonces, y escuché hablar de ella en la escuela. Se rumoreaba que era la mujer más fea del mundo. Otro aseguraba que, en realidad, era un hombre disfrazado. Alguno incluso decía conocer a alguien que conocía a otro que la había visto volando tras robar un salame en una fiambrería. Yo oscilaba entre la incredulidad y una curiosidad punzante que me empezaba a atrapar. Al contarles a mis padres, ambos dijeron que sí, que habían escuchado sobre ella. Me advirtieron que tuviera cuidado, porque secuestraba niños. Luego se rieron. Mi padre, en tono burlón, empezó a provocarla a mi madre, quien, algo más seria, admitió haberla visto de lejos esa misma mañana:

—Mirá que es rara esa monja. La vi de lejos, pero… capaz que es un hombre, sí.

Mi padre respondió con una carcajada sarcástica, y siguieron hablando del tema durante el camino a casa.

Al llegar, salí a buscar a Rami, un amigo de la cuadra, para jugar a la pelota. Golpeé su puerta, pero nadie atendió. Le escribí por celular, y me contestó que estaba en casa, pero que su madre no lo dejaba salir. Le pregunté si era por alguna macana —no era raro que estuviera en penitencia—, pero me dijo que no: que era por una vieja que robaba niños.

Entonces entendí que esto era más grande de lo que pensaba. Todos estaban pendientes de esa tal monja. Todos, menos una persona: la propia monja, que no tenía idea del revuelo que había causado.

En el grupo de WhatsApp empezamos a especular sin parar. Ahí fue cuando toqué fondo en la histeria colectiva. Me la imaginaba encorvada, robusta, con un sombrero amplio que apenas dejaba entrever su rostro. Unos ojos saltones que se asomaban por los costados de una nariz grande y empinada como una montaña. Imaginaba incluso su voz: grave, espectral, como la de un fantasma afónico. Y su andar lento, sigiloso, como al acecho de sus víctimas: los niños, indefensos, ajenos a la maldad que —creíamos— escondía esa monja.

Al caer la tarde, noté un revuelo en mi casa. Mis hermanos y mis padres cuchicheaban entre risas, con un tono extraño, mezcla de preocupación y diversión. Me acerqué a la sala. Mi hermano, al notar mi presencia, me señaló la televisión:

—Mirá… la metieron presa.

Me quedé perplejo. Una sensación de vacío me invadió. No por el hecho de que la hubieran atrapado, sino por la realidad que mostraba la pantalla: una mujer con cara de buena, algo mayor, sí, con una nariz grande y un atuendo de monja particular. Pero no era, en absoluto, el monstruo diabólico que yo había construido en mi mente.

—¿Por qué la metieron presa? —pregunté.

Mi padre apoyó su mano en mi hombro y me respondió:

—No la metieron presa. Solo la llevaron a declarar. Algún tarado la denunció, pero la Justicia constató que no había nada raro en ella.

Sentí alivio. La amenaza no existía. Pero, junto a ese alivio, apareció un nuevo sentimiento, agrio: el de saber que cualquiera de nosotros podría, algún día, ser considerado un monstruo simplemente porque a alguien se le antojó verlo así.

La monja permaneció un tiempo en Rivera. Un día me la crucé en la calle y le pedí una foto. Me sonrió con amabilidad y aceptó. Nunca más la volví a ver. Intuyo que la situación económica la obligó a irse, y así se fue, quizás recordando con ternura y cariño a una ciudad que un día la había despreciado solo por el hecho de ser diferente.

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Facundo Araujo

Estudiante de medicina veterinaria. Miembro de la agrupación Innovación. Escritor de cuentos y relatos.

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Comentarios

Anónimo

26/05/2025 13:27

Aguante crecer en Rivera

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