Carretera perdida
Publicado el 04/06/2025 a las 13:00 por Mariana Olivera

—Te vas a morir.
—Cállate.
Ya había perdido la cuenta de cuántas veces le había ordenado callar en aquel infernal día de domingo. Nunca, en su vida, Aurelio había sentido tal calor. Desde pequeño, había crecido en los alrededores de aquella zona, pero nada se podía equiparar a la llamarada furiosa del sol, que, como mínimo, buscaba derretirle la piel.
Hace al menos siete horas caminaba por aquella ruta. Estimaba que era mediodía porque sentía cómo se le creaban ampollas en la cabeza; al menos podía decir que estaba al norte, pero tampoco estaba seguro. Los hijos de puta de los Pérez lo habían tirado unos kilómetros más atrás y, aunque había intentado apurar el paso, no había llegado a ningún lado.
—¿Sabes qué es lo peor? Morirse por pelotudo.
—Mira, pendeja de mierda, déjame en paz.
—No, solo digo que, de esa familia que mata gente solo por mirarlos con cara de orto, vas a pedirles plata; además, no les pagas. Eso para mí es morirse por pelotudo. Igual, qué sé yo, viste, ahora tengo que bancarme esta mierda de calor contigo.
—A vos nadie te invitó.
—Ah, no, y a vos tampoco, por lo visto. —Ella se rió y siguió caminando, tranquila, regocijándose.
El hombre contuvo el seco hálito. A lo lejos, se veía un charquito en la carretera; jamás pararía nadie por un charquito de agua sucia, seguramente lleno de larvas, pero para él era lo único que valía la pena ahora.
—No —advirtió ella.
Corrió; no importaba dejar gran parte de la piel de los pies por donde pisase. Corrió porque daba igual que perdiera el poco aliento húmedo que le quedaba. El siseo de la carne cocida apenas le permitió sentir el dolor al caer de rodillas. La euforia era tal que ni siquiera intentó hacer un cuenco con sus sucias y maltratadas manos; acercó su boca directamente al charco.
—¡Qué asco!
No sintió el alivio angelical del agua en su boca, sino un horrible entumecimiento; la suciedad le invadía con su insípido sabor y las piedras despiadadas le rasgaban la lengua calcinada. Ella lo miraba desde arriba con los brazos enjarronados, como con pena y desprecio. No le ofreció una mano; no lo haría. Quiso llorar, pero su cuerpo no podía regalarle el privilegio de la lágrima, no sin casi agua y ahora tampoco saliva. Su lengua ardía, se hinchaba.
De la nada se escuchó un sorbido prolongado. Allí estaba ella con un gran vaso.
—Dame —ordenó, pero ella solo lo miró y tomó otro sorbo—. ¡Que me des!
—¿Cómo? —esa pregunta fue suficiente.
Al levantarse, vio los trozos de sí que dejaba atrás; los ignoró, al igual que al dolor.
—Suponiendo que llegas... —Ella dio unos saltitos hacia adelante con su largo y negro pelo ondulado, como si gozara de una brisa inexistente para el resto; un anhelo que, si le fuera ofrecido a Aurelio, sería capaz de vender su alma por un poco—. Cosa que dudo. ¿Qué vas a hacer? Porque, siendo honestos, no puedes volver. O sea, si el mundo tiene tanta misericordia (que claramente no la tiene) para permitir que una mugre como tú llegue a un pueblito y te ayuden después de ver la marca en ese brazo... —Le agarró para examinar la peor de sus quemaduras, como si no la conociera ya. Estaba infectándose, palpitaba de una manera horrorosa y en sus rebodes se iba formando una costra de color amarillo. Ella también la tenía, o eso suponía, pero por más que le repasó el cuerpo, no encontró rastro de ella, mucho menos de vestigios del desierto—. ¿Tienes familia? Supongo que si ya no eras padre, abandonico lo vas a ser. No es como que puedas pasarle un mensajito: “Sí, te dejé, pero es que me iban a matar”, sano para cualquier infancia. —Se detuvo frente a él, penetrando con sus ojos verdes; era pecosa, pero no a causa del sol como la mayoría de los del pueblo, sino por una genética privilegiada. Sí, era parecida a su hija, pero claro, la niña había salido del lado de su madre, no con la cara huesuda, la barba y el pelo a medio crecer, flacucho y con suerte gozaba de una nariz no tan torcida.
—¿Qué te hice para merecer que me tortures así? —O eso intentó decir, un mísero balbuceo que ella pareció entender. No respondió—. Tú te pareces a ella —le dijo.
—¿Esa es tu excusa para ser amable conmigo?
—Estoy intentando que te vayas a la mierda; no sé ni de dónde saliste.
—Ay, no.
—¿Qué?
—Ya estás quedando loco.
—Qué hincha huevos que sos.
—Y yo que pensaba que dabas para un poquito más, no te mientas. No sos amable conmigo porque me parezco a tu nena; sos amable conmigo porque te aterra la posibilidad de quedar como yo. Vos, con toda la persona de mierda que sos, apostando y perdiendo el dinero de tu pedacito de familia, te dejan tirado para morir lentamente, pero con la pequeña, la miserable posibilidad de sobrevivir. Me das asco; muérete de una vez. En mi vida nunca hice nada de lo que sentirme verdaderamente culpable. Poco a poco, su voz reprochadora comenzaba a hacerse un lamento ensordecedor, y por más que estos deberían opacar por la magnitud del terreno, se le clavaban como agujas en los oídos. Las lágrimas que solo amenazaban con salir de sus ojos dejaban aún más sediento al miserable hombre.
—No vas a dejarme olvidar cómo me encontraste —se paró frente a él y, con una mano helada, tocó su rostro que, pese al miedo, agradeció el tacto—. Quemada, marcada como una vaca, a medio vestir, con el pelo lleno de tierra en el barranco, unos metros después de que te tiraran para morir. Pero claro, con los caprichos solo juegan hasta que mueran; a una mugre como tú no les interesa sacarles provecho.
—Lo siento.
—Ah, claro que lo sientes; por eso estoy bañada, con una botella de agua y ropa. Lo sientes porque te aterra estar como yo; no te hace mejor persona, todo lo contrario.
Aurelio seguía caminando, con lágrimas secas en sus ojos y un llanto ahogado, pensando en cómo lo primero que le arrancarían los carroñeros serían los ojos, luego los dedos... Ella caminaba a su lado, con el rostro rojo del enojo.
—¿Si tenías los ojos verdes, verdad? —La hinchada mirada se clavó en él con curiosidad, con dolor.
—¿Eso qué importa?
—Me importa. —Dos pasos entrecruzados; sus piernas perdieron total fuerza cuando ella lo sostuvo por un breve segundo. No paró de balancearse, pero siguió caminando a trompicones, como se podía. Ella se mantuvo bajo su brazo; olía a jazmines. Él intentaba inhalar con fuerza, la que le quedaba.
—Marrones, pero está bien que te los imagines verdes.
Otro tropiezo. Algo en el aire cambió.
—¡Gírate, viene un auto! —gritó animada. El tercer tropiezo fue menos amable que el primero y mucho menos clemente que el segundo. Su cuerpo se entregó a la inercia y a la gravedad; estaba tan cansado que apenas se podía concentrar en el mareo o el dolor que le provocaban las caídas y los giros sobre sí mismo. La zanja al lado de la ruta lo acunó cruelmente, con brazos de espinas y arena. Ahí donde nadie lo iba a ver, ahí donde solo los cóndores que lo perseguían hace metros se regocijaban por su llegada.
—¡Levántate, estúpido! Ahí viene un auto; no puedes ser tan tarado. ¡LEVÁNTATE! —Ella lo sacudía, sus gritos ahogándose con otros más fuertes y saliva—. No te vas a quedar acá como yo; levántate, ¡mierda! —¿Cuánto podría hacer el fantasma de un recuerdo por un vivo? Aurelio pensaba que no mucho y solo lo confirmó con sus fallidos intentos de sacarlo de la tumba a empujones—. ¡TE VAS A MORIR, IDIOTA! —Clavó sus manos en el pequeño barranco. Las llantas del auto hacían temblar la tierra y levantaban una cortina amarilla.
—¡HEY! ¡HEY! ¡PAREN! ¡HAY UNA PERSONA ACÁ! ¡PARE! ¡POR FAVOR! —Su garganta se partió con los alaridos de una única súplica.
El auto siguió su rumbo, como si nunca hubiera estado en esa carretera, como si los alaridos de vida y muerte no existieran siquiera en su imaginación. Ella corrió un par de metros, negada a aceptar que cualquiera que entrara a esa carretera terminara igual a ella.
En un último gemido de frustración, de esos que en su capricho se roban todo el oxígeno de tus pulmones, un objeto rojo terminó junto a sus zapatillas… Lo observó con detenimiento; un barato y desteñido juguete de plástico. El auto se aproximó a la orilla de la carretera.
—Qué calor de mierda —dijo aquel hombre, secándose la frente mientras abría la puerta del copiloto—. Vos que insistís en venir para estos lados en verano.
—¿Dónde está el autito ese? Si no, Mia va a llorar lo que reste de este viaje.
Por alguna razón, se miró los shorts y la musculosa, como si para este suceso hubiera que estar presentable. Levantó la mirada del juguete a sus pies y corrió. Se tiró en la zanja nuevamente y, por primera vez, se ensució.
—Aurelio, escúchame; me tienes que hablar —él apenas balbuceó, ella intentó abofetearlo—. Pútame —lo tomó por la andrajosa camisa—. ¡PUTEAME, HIJO DE PUTA! ¡PUTEAME! ¿QUÉ NO ME ODIABAS? ¿QUÉ NO TE DEJARÍA? ¡PUTEAME, MIERDA! ¡GRÍTAME!
—No te vayas —susurró.
—Me voy a ir —afirmó sin piedad.
—No, por favor.
—Sí, te voy a dejar, para que te coman los bichos, de a poco, mientras estás vivo.
—¡No! —Lo que pretendía reprender solo llegó a un alarido, uno un poco más alto que el anterior; sin embargo, unos pasos se escucharon aproximándose.
—¿Hay alguien ahí?
Una sonrisa se dibujó en su ahora nublado rostro, mientras sus ojos se convertían de a poco en cuencas vacías; su piel se rasgaba como disecada por aquel calor abrasador. La brisa dejó de envolverla y, en un susurro de muerte, pronunció:
—Me llamo Gimena Lua; no te lo olvides, nunca.
Quizá los recuerdos de fantasmas estaban para contar verdades.