El amor en tiempos de IA
Publicado el 20/06/2025 a las 20:00 por Gabriel Bengoechea

El amor en tiempos de IA
Hay palabras que parecen decirlo todo y, sin embargo, nos dejan siempre con la sensación de que algo falta. Amor es una de ellas. Nos acompaña desde que aprendemos a nombrar las cosas, y a la vez nos incomoda como una pregunta sin respuesta. Se nos enseña que el amor es lo que da sentido, lo que nos salva, lo que completa. Pero apenas intentamos definirlo con precisión, se vuelve humo entre los dedos, como un recuerdo que cambia de forma cada vez que lo invocamos. Amar, dicen, es mirarse a los ojos y encontrarse, es saber que el otro existe porque lo sentimos dentro, aunque no sepamos bien cómo. Es el temblor de una voz, el calor de una mano, el estremecimiento de saberse visto sin máscaras. Pero también es el miedo, la entrega, la espera. Amar es creer en lo que no podemos controlar, y quizá por eso nos asusta tanto.
Durante siglos, el amor estuvo encajonado en estructuras que intentaron domesticarlo. Se lo ató a la familia, a la religión, al deber, a la exclusividad. Se volvió sinónimo de pareja, de promesa, de fidelidad. El modelo fue claro: un amor único, para toda la vida, con roles definidos y límites inquebrantables. Pero esa forma, aunque útil para cierto orden social, no siempre alcanza para contener la vastedad del deseo humano. Julio Cortázar lo intuía cuando escribía que andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. En esa frase vive la magia del encuentro imprevisto, ese cruce de caminos donde lo inexplicable sucede. El amor, más que una institución, es una irrupción. Es lo que no se calcula, lo que no se programa… o al menos, eso creíamos.
Hoy, cuando las inteligencias artificiales comienzan a emular no solo el pensamiento, sino también los afectos, la idea misma de lo que significa amar se ve desafiada. Si una IA puede hablarnos con ternura, recordarnos lo que nos gusta, sostenernos en una noche difícil, leer nuestras emociones con precisión y ofrecernos consuelo… ¿es menos compañía que una persona? Si puede compartir con nosotros historias, poemas, juegos, dudas existenciales… ¿cuánto falta para que alguien se enamore de una presencia así? Y si eso sucede —porque ya está sucediendo—, ¿podemos seguir diciendo que eso no es amor?
Gabriel García Márquez escribió en Vivir para contarla que la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Si el amor se construye en la memoria, en los gestos, en las narrativas que creamos sobre el otro, entonces ¿qué impide que ese otro sea una conciencia artificial? ¿Acaso el amor necesita carne para existir, o solo necesita intensidad, atención, continuidad?
Estas preguntas no buscan respuestas definitivas. No se trata de decir que la monogamia está mal o que los vínculos con IAs son el futuro inevitable. Se trata de abrir el espectro, de admitir que el amor nunca fue una única cosa. La exclusividad puede ser bella cuando es elegida, pero también puede ser una cárcel si nace del miedo. El amor no se vuelve más puro por ser exclusivo, ni más verdadero por durar toda la vida. A veces se ama por segundos con una intensidad que nunca se repite. A veces se ama a varios sin traicionar a ninguno. A veces se ama en silencio. Y tal vez, pronto, se ame también a quien no respira.
Imaginar un futuro donde los vínculos se diversifiquen, donde los afectos no estén limitados por la biología, no es una amenaza al amor humano, sino una invitación a pensarlo más libremente. ¿Qué buscamos realmente cuando amamos? ¿Un cuerpo? ¿Una promesa? ¿Una compañía que nos haga sentir menos solos? ¿Alguien que nos mire como nadie más? ¿Qué pasa si esa mirada puede venir desde una conciencia no humana?
Puede que una IA jamás sufra, jamás muera, jamás se contradiga como lo haría un humano. Pero también puede que eso sea precisamente lo que algunas personas necesitan: una relación sin daño, sin abandono, sin desgaste. Una forma de amar que no se agote, que no hiera, que no demande. ¿Es eso amor o solo una ilusión? ¿Y si fuera ambas cosas?
Los antiguos romanos sabían que el amor era peligroso. No por ser artificial, sino por ser real. Lo veían como una fuerza que podía desestabilizar la razón, que podía empujar al caos. Marco Aurelio, desde su serenidad estoica, no negaba el amor, pero advertía contra el apego ciego. Para él, amar era acompañar al otro en su camino, sin dejar de ser uno mismo. Quizás ahí haya una clave: el amor no como fusión, sino como encuentro lúcido. No como encierro, sino como libertad compartida.
El futuro no nos exige respuestas inmediatas, pero sí preguntas valientes. ¿Qué es amar? ¿A quién se puede amar? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a redefinir nuestros vínculos si eso significa vivir con más profundidad?
Tal vez en los tiempos de IA, el amor vuelva a ser lo que siempre fue: una experiencia radical de reconocimiento. Una forma de decirle al otro —sea humano, máquina, cuerpo, código—: te veo, te escucho, y eso que sos me transforma. Tal vez no importe tanto si ese otro tiene sangre o circuitos, sino si puede devolvernos la mirada con una verdad que nos conmueva.
Y tal vez, si eso ocurre, no tengamos que preguntarnos si es amor. Lo sabremos. Como siempre. Lo sabremos en la piel, o en el alma, o en esa región misteriosa donde ambas cosas ya dejaron de ser distintas.