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Arte y Cultura

Las cosas que crecen lejos

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Publicado el 14/07/2025 a las 21:00 por Carmela García

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Las cosas que crecen lejos

En el pueblo de Colonia Elvira los días no se apuran. El sol sale despacio, como si midiera los pasos. A esa hora en que la bruma apenas se despega del pasto, Pierina ya había cebado el segundo mate y sintonizado la radio vieja que hablaba sola desde la repisa de madera.

—Estás en AM Nacional del Litoral, la que te acompaña aunque estés arando —decía el locutor con voz de siesta, seguido de un chamamé entrecortado.

El galpón olía a humedad y a historia. Pierina barría con una escoba que tenía más años que ella, mientras la abuela María separaba cartas antiguas de papeles sin importancia. Era febrero, y el calor parecía colarse hasta en las costuras.

—¿Te ayudo con eso, abuela?
—Ayudame a no tirar lo que no hay que tirar. A veces la memoria entra en un sobre arrugado —dijo la abuela sin mirarla, mientras leía una dedicatoria ilegible.

Pierina se acercó. Había algo en ese rincón que no era polvo nomás. Una caja de cartón con hilos, fotos dobladas y una flor seca entre las hojas de un libro. La radio seguía sonando, ahora con una zamba bajita, como si supiera que había que hablar despacio.

—¿Y vos, abuela? —preguntó Pierina, casi como al pasar—. ¿Tuviste un amor de verdad?

La pregunta quedó flotando entre los hilos de sol que entraban por la ventana. María no contestó enseguida. Apoyó una foto boca abajo y se quedó mirando la madera de la mesa, como si pudiera leer algo ahí.

—¿Un amor de verdad? —repitió con una media sonrisa—. Tuve uno que todavía me pregunta si fue cierto. Quizás por eso me acuerdo tan bien.

Pierina dejó de barrer. Se sentó en el banquito bajo de totora. La radio, obediente, bajó el volumen por sí sola, o eso pareció.

—Fue en el sesenta y nueve. O setenta. Yo tendría tu edad. Y él... él era de Paysandú. Vino con una delegación de estudiantes que cruzó el río para un encuentro de lectura. Imaginate, nos pasábamos folletos como si fueran mapas del tesoro. La dictadura todavía no lo había ensuciado todo.

María hablaba sin adornos, pero había algo en su voz que tejía. Pierina la escuchaba como quien escucha un cuento contado muchas veces, pero que igual quiere volver a oír.

—Se llamaba Lucca. No era lindo, no hacía falta. Tenía una forma de mirar que te dejaba tranquila. Como si el mundo ya estuviera ordenado. Y sabía cosas. Te hablaba de poetas gallegos, de las cartas de Artigas, de cómo las palabras pueden juntar lo que los gobiernos separan.
—Lucca era de los que hablaban bajito. Como si no quisiera molestar ni a los pájaros —siguió María, y su voz tenía ahora un temblor pequeño, como el de las hojas cuando hay brisa pero no viento.

Pierina se acomodó en el banquito. El mate se había enfriado, pero nadie lo notó. Afuera, el campo seguía su curso: una vaca mugía a lo lejos, y el gallo del vecino, ese que siempre cantaba cuando no debía, se soltó con un grito de fondo.


—Estábamos en un taller de poesía en la biblioteca del pueblo. Yo había leído un poema de Juana de Ibarbourou y me temblaban las manos. Él fue el único que se me acercó después, no para elogiarme, sino para preguntarme si creía que la poesía era un idioma paralelo.

María sonrió. Pierina no respiraba.

—"Un idioma que no traduce, que inventa", me dijo. Y ahí supe que ese chico no era un chico más.

En la radio sonaba ahora una chacarera suave, casi instrumental. Pierina pensó que el universo entero estaba confabulado para que esa historia se contara justo ese día.

—¿Y qué pasó? ¿Se quedaron juntos? —preguntó en voz baja, como si no quisiera interrumpir el recuerdo.

María negó con la cabeza, pero sin tristeza.

—No, Pier. No nos quedamos. Éramos de orillas distintas. En serio. El río estaba en el medio, sí, pero también las familias, los planes, las decisiones. Yo tenía que ayudar acá, cuidar a mi mamá, la chacra no se mantenía sola. Y él... bueno, Lucca tenía un fuego que no se podía atar. Lo querían en Montevideo, lo invitaban a congresos, a leer en la radio universitaria. Era un pájaro sin jaula.

Se hizo un silencio largo. No incómodo. Un silencio donde se escucha mejor.

—¿Y no se escribieron?
—Un tiempo. Cartas largas. Con tachaduras, con dibujos. Yo le mandaba flores secas entre las páginas. Él me devolvía hojas con versos de Idea Vilariño. Pero un día, dejé de escribirle. No porque no lo quisiera. Sino porque entendí que habían amores que se sostienen más en el recuerdo que en la espera.

Pierina no supo qué decir. Miró el suelo de tierra apisonada y pensó que ahí también vivía una historia.

María se levantó despacio, buscó entre los papeles y sacó una hoja doblada, amarilla en los bordes.

—Tomá. Esta es la última carta que me mandó. Nunca se la mostré a nadie. Ni a tu mamá.

Pierina la tomó como si fuera una reliquia. La letra era prolija, de esas que ya no se enseñan en la escuela. Abajo, con tinta azul desvaída, una firma: Lucca T. — Paysandú.


Esa noche, Pierina no pudo dormir enseguida. Había algo en el aire que no era calor, ni grillos, ni el vaivén del ventilador de techo. Era otra cosa. Como si las palabras que su abuela había soltado flotaran todavía entre las vigas.

Abrió la carta una vez más, con la luz mínima de una linterna vieja. No leyó todo. No hacía falta. Bastaba con algunas líneas, esas donde Lucca decía que:

"Algunos amores no se eligen por lo que dan, sino por lo que enseñan a guardar."

Afuera, el campo se había dormido. Solo la radio seguía despierta, baja, desde la cocina. Pierina se levantó descalza, sin hacer ruido. Se acercó a la puerta entreabierta. María dormía sentada en la mecedora, con una manta fina sobre las piernas y un libro de tapa blanda abierto en el regazo.

La radio sonaba como si viniera de otro tiempo. Y entonces, ahí, entre la estática y el murmullo nocturno, se escuchó claro:

—"Zamba de usted", por Mercedes Sosa.

Pierina no conocía la letra entera, pero algo en la melodía le apretó el pecho. La voz ronca, ese lamento dulce, esa despedida sin enojo.

Yo no le niego mi canto ni le niego mi ternura. Me iré con el sol cuando muera la tarde.

No supo si la abuela estaba despierta, o si solo había dejado la radio prendida sin querer. Tampoco importaba. Cerró la puerta con suavidad, volvió a su pieza y se acostó mirando el techo, donde la luz de la luna dibujaba ramas como venas de sombra.

Al día siguiente, cuando la radio anunció el pronóstico y las primeras gallinas rascaron la tierra del corral, Pierina ya había escrito una carta. No a Lucca, ni a nadie. A sí misma.

Le puso como título "Las cosas que crecen lejos", y la guardó dentro del libro que su abuela le prestó: un tomo viejo de poemas de Alfonsina Storni.

Al cerrarlo, pensó: quizás no todo amor tiene que vivirse. Algunos alcanzan con ser recordados así: enteros, tibios, sin grietas. Como esas flores que solo se abren una vez y nadie las vuelve a ver, pero todos las nombran igual.

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Comentarios

Ana guido

15/07/2025 00:17

La verdad me encantó, me gusta mucho la historia y me encanta como está relatado

Luciana Ezcurra

15/07/2025 00:33

Está escrito desde el corazón, por una persona que comprende la distancia y todo lo que ella conlleva. Nada más que decir

Anónimo

15/07/2025 01:21

Hermoso

Anónimo

15/07/2025 07:07

La magia con la que conecta las frases con historias enteras es un arte, agradecida de haberlo leído.

alvy singer

15/07/2025 08:46

gracias. simplemente, gracias.

Rodriguez ezequiel

15/07/2025 14:30

La verdad esta muy bueno

María

15/07/2025 23:34

Amé...❤️

.....

18/07/2025 21:08

muy interesante y entretenido me parecio una buena publicacion

Anónimo

19/07/2025 10:01

Muy bueno realmente!👏👏adelante!!!

Carolina Brittos

22/07/2025 20:34

Muy lindo y expresa sentimientos verdadero.Adelante !!!

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