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Mala noche y buena caza

Publicado el 11/06/2025 a las 15:00 por Mariana Olivera

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Una vez maté a una liebre. Mientras sus tripas calientes eran retiradas por mi mano, su mirada y cuerpo aún tenían espasmos. Me hizo pensar en lo desgraciada que era la vida de la presa. Pero no había que sentir pena. Así era el orden natural.

El calor amenazaba con hacerme delirar mientras me encontraba tras la puerta del baño, a oscuras y con el sudor surcando cada parte de mi cuerpo. El pelo pegado a la nuca parecen ser mil arañas inyectándome su veneno ardiente. No esperaba morir el último día del año, solo en un triste baño. Pero la soledad es anexa de la muerte.

Las 23:55 marcan en el pequeño reloj de oro que ahora mal funcionaba. Los petardos inundan el aire y mis latidos parecen hacerles competencia, frenéticos. Ahora que el caos se instauró como celebración (claramente para los demás), no me es permitido escuchar con claridad los ruidos de la casa. Aunque por unos segundos seguí escuchando las lentas pisadas que hacían crujir la madera del segundo piso.

En el baño hay dos goteras en dos partes distintas y siento el olor a humedad entrar por mis fosas como detonante a la falta de luz. Conté los segundos hasta llegar al minuto cuando mi reloj decidió no volver a encender. Las goteras siguen audibles, pero los crujidos externos a mi escondite, antes nítidos, son tan distinguibles como los objetos del baño. Estoy a ciegas en muchos aspectos y solo puedo aspirar cinco minutos más, con suerte.

Una vez maté a una liebre. Recuerdo que en algún punto de la cacería con Bastián, el animalito corrió hasta un tronco en el cual se redujo a una bola de pelos temblorosa, adolorida. Me gustaría decir que sentí remordimiento o una pequeña pena por el animalito, pero esa era la naturaleza, el orden de las cosas.

Ella tampoco tendría pena de mí. Bastián, mi mejor amigo a cuatro patas, ahora se encontraba desperdigado por el sauce a causa del peor de los crímenes. Mi pecho, cabeza y estómago se retorcían y sufrían al recordar cómo la luz nocturna y el bullicio alegre de una noche como esa desentonaban por completo con la atrocidad.

Un gemido escapa de mí, me pegué contra la fría baldosa, agradeciéndole por al menos un escape del infierno que el calor me causaba. La respiración falla y las extremidades estaban lánguidas.

Dos minutos, 55 gotas de las goteras, más fuegos artificiales y ni un solo crujido de la madera del pasillo próximo. Miro por el espacio entre la puerta y el piso, esperando, más bien rezando, que ella se hubiera aburrido y se marchara.

No me levanté del suelo ni cuando sentí el tibio líquido pegajoso llegar hasta mi pecho. Se veía negro a causa de la falta de iluminación, pero el olor a hierro y el dolor que causaba su fuga no dejaban espacio a la imaginación.

Tres minutos, 100 gotas de la gotera, fuegos artificiales y pasos veloces al otro lado de la puerta.

Con la adrenalina inyectada directo al corazón me levanto rápidamente. Mi cuerpo no reacciona de buena manera a la brusquedad. El pitido en los oídos y los puntos blancos que acompañan mi visión entorpecen esconderme en la tina. Mi cabeza zumba, mi corazón duele y aún me desangro. ¿El dolor también era anexo a la muerte? En todo el camino a tientas hasta el cutre escondite donde me reduzco en pavor y agonía, busqué el pequeño revólver que juraba tenía a mi lado. ¿Cómo era posible?

Cuatro minutos, 160 gotas de la gotera y un disparo. Casi puedo escuchar mis dientes tiritar unos contra otros. Era tan abrasador el calor que siento cómo me consume piel, músculo y hueso. Muerdo mis dedos para reprimir el grito que delataría mi escondite. Ellos me cubren lo que restaba del cuerpo con tibia sangre.

Una vez maté a una liebre junto con mi perro. Fue un día hermoso de cacería, igual de hermoso que este. Soleado y caluroso, excelente para luego darse un baño en el lago. En este día, la gente abría champagne y brindaba por la hipocresía de una familia. Una vez maté a una liebre y cuando la bala perforó observé cómo la vida se iba poco a poco de sus ojos. Pensé en lo increíble que era la naturaleza y lo complejo del funcionamiento de la vida. Recuerdo disfrutar el ver cuándo su cuerpo se convirtió en cadáver, como si fuera un animal hambriento al fin encontrando su alimento. Habíamos tenido un banquete antes de la cacería.

Cuatro minutos y medio, 200 gotas, un tintineo. Algo llamó mi atención. La sutileza del repiqueteo en la baldosa hizo que intentara utilizar las pocas fuerzas que mi cuerpo dispone para girar la cabeza, que me amenaza con rendirse ante la inconsciencia. Ya no necesito morder el dedo para no gritar; siento cada extremidad adormecida y sumergida en un tanque con hielo, luego de haber sido consumido por aquella terrible llamarada. Tampoco necesité morderlo porque la imagen que encontré fue muy distinta a la que mi cerebro había formulado. Ahí, debajo del lavabo, al lado de la gotera y a un metro de mí, se podía vislumbrar (como única cosa inhibida por la falta de luz, mostrándose a detalle y claramente frente a mí) a una liebre mirándome impasible. Tan tranquila, con sus orejas bien erguidas y haciendo ese movimiento pequeño y veloz con la nariz. Me mira sin vacilación.

La visión se me nubló, coloco la mano en mi costado herido, intentando ejercer alguna presión sin éxito. Pasar a presas humanas no había sido opción, pues ellas no son como una liebre. Aunque la satisfacción de una presa más compleja era absoluta, no tenían el nivel de conciencia de un animal; no te miran sin remordimiento luego de cumplir el orden natural. Yo lo había aceptado: el ser presa. Me convertí en fuerte para no serlo más. ¿Es tan difícil de formular en sus pequeñas mentes?

Marcaron las doce y escucho los gritos de júbilo de los vecinos que no parecen escuchar mis alaridos y súplicas por auxilio. La liebre se posó en sus cuatro patas y se fue a saltos ligeros por la puerta, que en silencio, se encontraba abierta. Ella está al otro lado. Porta esa mirada que tenía cuando se rindió. Mis nervios y músculos no responden comando alguno y el pánico tampoco lo permite; estoy estoico y moribundo, pero mi mano al fin pudo ejercer presión para calmar el dolor de la herida. No sentí la pegajosa y cálida sangre contra mi mano, sino algo frío y metálico respondiendo al tembloroso movimiento de mis dedos.

Cinco minutos, 365 gotas de la gotera, un disparo y tres fantasmas.

Foto de Mariana Olivera

Mariana Olivera

Me dedico a la ilustración y pintura, aunque inevitablemente escribo sobre todo aquello que me interpela. Estudiante de la UdelaR en Comunicación y Artes Digitales.

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Comentarios

Esteban

11/06/2025 16:01

Muy bueno. Muy detallado y súper atrapador.

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