Las llaves resonaban ante la profundidad de aquella casa. Los pasos que prosiguieron eran tan ruidosos y hostiles que parecían el único sonido existente allí.
Luego se frenaron y, con un estampido, se encendió la luz, dejando ver a doña Yolanda Maciel sentada, tiritando de frío frente a una estufa apagada, en un viejo sillón de cuero.
—¿No tiene frío, Yolanda?
Ella lo miró, escondiendo la cabeza entre los hombros temblorosos y abriendo sus arrugadísimos párpados.
—¿Quién soy, doña Yolanda? ¿Me reconoce?
Ella, en un claro intento de responder, fue abriendo lentamente la boca, pero de su interior no salió más que un aliento entrecortado.
—¡Soy Brunito! ¡Tu nieto!
Una gran sonrisa se desprendió de su rostro tan suave y tan envejecido.
—¿Tenés frío, abuela?
Ella cambió la expresión de sonrisa, tiritando asintió con la cabeza.
Él la cubrió con un pedazo de tela que estaba sobre uno de los colchones, y ella nuevamente sonrió. Extendió la palma para tocarle el rostro, pero él simplemente se alejó.
—Yolanda, voy a dejar esta plata arriba de la mesa. No la toques, ¿ta? Es para la señora que te cuida, ¿escuchaste? ¡No la toques! ¡No. La. Toques!
Su rostro nuevamente se desfiguró. Apretó con fuerza sus labios flácidos, sin dientes en el interior, y frunció además la nariz.
Cuando Bruno se alejaba mirando su celular y golpeando fuertemente los pies contra el suelo, ella gritó:
—Qué horror…
—¿Cómo? —preguntó Bruno, sin siquiera voltearse y con la hendidura del lado derecho de la boca levemente elevada.
Entonces ella dijo:
—Qué horror… mataron un tatú.
Él emitió una pequeña carcajada y exclamó:
—Pah, Yola… qué cagada. Yo me había olvidado que tenías ese animal. ¿Quién lo mató? ¿Tus amiguitos de la escuela?
Ella parpadeó y perdió sus ojos en algún lugar de la casa, asintió un par dé veces y dijo
—mataron si.
El Apretó los ojos y movió la cabeza de lado a lado, conteniendo la risa.
Luego salió golpeando fuertemente la puerta. Ella, con dificultad, se paró, tomó con sus casi obsoletas manos el dinero y fue al baño. Abrió el inodoro y tiró dentro, con todas sus pocas fuerzas, esos billetes, mientras repetía una y otra vez:
—Mataron un tatú… mataron un tatú…