Memorias de Rivera
Publicado el 05/08/2025 a las 20:00 por Bruna Telles

Memorias de Rivera
Por Bruna Telles
La memoria es un concepto brutal. Ambigua. Incómoda. A veces se parece a un arma de doble filo: puede rescatarte o hundirte, iluminarte con imágenes nítidas o fabricarte escenas que nunca fueron, al servicio de un ideal. En mi caso, creo que ocurre lo segundo. Pero aun así, tratando de ser lo más objetivamente subjetiva posible, voy a intentar contar cómo se entrelaza la memoria con mi identidad. No lo hago solo como modo de contar un pequeñísimo fragmento de mi historia. Lo hago porque creo que a muchos les pasa, muchos se sentirán identificados.
Mi memoria traza la infancia de una niña en la frontera. Y la memoria de niña no es la misma que la de adulta. La infancia recuerda en destellos: con palabras prestadas, frases contadas por otros, imágenes desordenadas que se mezclan con lo real. Lo que queda es la sensación. Y la mía está hecha de calor norteño: de correr descalza por el asfalto ardiente, de tirarme en chata barranca abajo, de esperar al heladero que anunciaba con su bocina que era hora de dormir la siesta. De cazar luciérnagas en la laguna como quien guarda un poco de esperanza en un frasco. De escuchar a los sapos hacer serenata en las tardes de calor, cuando el aire se vuelve espeso y la tierra respira lento. Porque en Rivera había luciérnagas. En Piriápolis, donde me crié, no recuerdo haber visto jamás una.
Aunque nací en la frontera, fui como una flor arrancada y trasplantada a otro lugar. Allá había cerros y mar, sí, pero no había luciérnagas. Cuando volvía a Rivera, quería atrapar una, diez, cientos, guardarlas en un frasco y traerlas conmigo. Soltarlas allá, en la costa, y que iluminaran la noche.
Rivera tiene ese no sé qué que no permite que se olvide. Por más que me hayan trasplantado y siga moviendo raíces por esta tierra, Uruguay, mi raíz está allá, en el norte. Y cada tanto, emerge. Cuando se me pierde una palabra de esas que solo entendemos los de allá. Cuando me late el acento que creí perdido. Cuando algo mínimo me devuelve a ese barrio, esa ciudad, ese mundo que parezco haber dejado atrás, pero que nunca me dejó del todo.
Porque más de uno espera con ansias encontrarse con un coterráneo. Falar portuñol como quien habla normal. Decir gurí, gurisa. Comer porotos negros los días de lluvia. Esperar una encomienda. Reclamarse de los precios. Y en ese encuentro mínimo, reconocerse. Sentirse en casa por un rato.
Sé que no soy la única. Somos muchos los que fuimos trasplantados en nombre de una promesa de futuro. Nos llevaron, o nos fuimos, porque allá, decían, no se podía prosperar. Me pregunto qué habría sido de mí si me hubiera quedado. Me han dicho que ya casi no se ven luciérnagas. Que los sapos no cantan igual. Tal vez sea cierto. Tal vez no. Pero algo de eso duele. Es un duelo suave, lento, como el de quien ha sido exiliada en la tierra de una misma.
Y por eso quería hablar de la memoria. Porque aunque me aleje de mi tierra, de mi portuñol, de mi “r” arrastrada, Rivera, ella me sigue nombrando. Me llama, como un padre llama y espera con ansias al hijo pródigo.