El abuelo Araujo
Publicado el 18/06/2025 a las 18:00 por Facundo Araujo

Era un niño. Jugaba con mi hermano y un amigo cuando mis padres se acercaron de una forma que nunca antes les había visto, casi como si lo hubieran ensayado en secreto. Mi madre me abrazó con un silencio que se sentía extraño, y después, sin ceremonias, nos dijeron que el abuelo había muerto.
No lloré.
No recuerdo exactamente qué hice en ese momento, pero sé que no lloré. Pregunté por un viaje que teníamos planeado. Me dijeron que se cancelaba. Entonces, además de no llorar, me enojé. No entendía lo que estaba pasando, y creo que todavía no lo entiendo del todo.
Desde chico tuve una necesidad casi animal de hacer cosas. El mundo me parecía un lugar que exigía ser intervenido. Me aburría con rapidez, como si la lentitud de los días fuera una enfermedad contagiosa. Sentía una urgencia visceral por inventar, por trastocar la calma. Eso me metió en líos, claro. Una vez bajé por la chimenea de la churrasquera y estuve cerca de quedar atrapado o, peor aún, de que se derrumbara la estructura sobre mí. Otra vez me castigaron una semana por usar los cosméticos de mi madre en un experimento pseudocientífico en el patio. También mezclé productos inflamables que explotaron en una llamarada fugaz, quemándome la punta de las pestañas. Esa vez no me descubrieron, pero mi madre me miró raro todo el día, como si adivinara que algo se había desordenado en mi cara. Así fue mi infancia: peligrosa, inquieta, intensa. No sé cómo llegué hasta acá con todos los dedos, aunque hay cicatrices que sobresalen de mí, al igual que las historias que las generaron.
A menudo sentí al mundo como un adversario. Las personas eran domadores empeñados en enseñarme a enseñarme cómo ser. Pero eso ni me molestaba tanto. Lo insoportable era sentirme subestimado. En clase no lograba concentrarme, y mi rendimiento siempre quedaba por detrás del de los demás. Así nació la idea de que yo era menos. Pero había personas con las que esa sensación desaparecía. Una de ellas era mi abuelo.
Me trepaba a los árboles con una facilidad animal para alcanzar naranjas mientras él, abajo, me hablaba de cosas que nos interesaban a los dos. No me educaba sino que charlábamos. Como si lo que yo decía tuviera el mismo peso que sus palabras. Me enseñó a jugar al ajedrez, y para mi sorpresa, no era tan malo. Aprendí, lento al principio, pero la obstinación que me caracteriza hizo con que luego las piezas se acomodaban también en mi cabeza.
Mis padres me cambiaron de colegio. No encajaba. Aunque me costaba lo académico, yo sentía que entendía cosas más importantes. Sabía, por ejemplo, por qué mi madre lloraba después de hablar con las maestras. Empecé a pensar que no merecía estar en ningún aula. Entré al nuevo colegio sin expectativas. No buscaba amigos. Me aterraba que descubrieran que era menos. Cuando escuché a unos compañeros decir: “Tenemos que hacernos amigos del nuevo”, me di vuelta y solté una grosería. Solo quería volver a casa, saltar el muro y charlar con el abuelo Araujo.
Y entonces, como un alfil que cruza el tablero, apareció Francisco Muñoz, el profesor de ajedrez. Empecé a jugar. Y a ganar. Uno a uno. Recuerdo que alguien murmuró: “Qué inteligente es el nuevo”. Palabras que, sin saberlo, torcieron mi historia. A esos compañeros los sigo teniendo cerca, y los amo como si fueran de mi sangre. Abandoné el ajedrez, sí. Pero antes de eso, representé al departamento en un campeonato nacional. Ganamos. Volví con esa extraña sensación de haber superado las expectativas, pero no sabía qué hacer con ella. Así que me acosté y me dormí.
Al otro día, vi al abuelo recogiendo naranjas sin mí. Me pareció raro. Salté el muro.
—Abuelo, ya volví.
No me miró.
—¿Por qué no me llamaste para juntar naranjas?
Silencio.
—¿Pasó algo?
—Estoy enojado contigo —dijo, sin mirarme.
No entendía nada. ¿Cómo podía estar enojado si yo ni siquiera había estado en la ciudad para mandarme una macana?
Le dije que no sabía qué había hecho.
Entonces se arrodilló, me miró a los ojos y me lanzó una frase que aún hoy me duele como una espina punzante de limonero:
—Me dolió que no vinieras a contarme que ganaste.
Había esperado despierto. Se había quedado junto a la estufa, más allá de su hora habitual, confiando en que cruzaría el muro. Pero no fui.
El enojo duró poco. Al rato, ya estaba mojando moldes de helado en la canilla, para darme uno de naranja. Nunca más comí algo tan sabroso. Volví a casa con las manos pegajosas y, al tocarme la cara, exploté en llanto. No supe bien por qué, pero era inevitable.
Después vino la enfermedad. Ya no recogía naranjas ni hacía dulces. Mis padres me prohibieron cruzar el muro. Lo vi apagarse.
Una tarde cruel de invierno, salté la ventana y fui a su casa. Sonrió como si no sintiera dolor. Me senté junto a la estufa. Estaba más flaco. Tenía una venda blanca en el puño. No sé por qué, pero hablamos de Saddam Hussein, y luego de física cuántica. Parece absurdo, pero así era él.
Le conté que había ido a ver a Frontera, el cuadro del cual soy hincha. Sus ojos se perdieron en el fuego. Desde entonces, el rojo y el amarillo del fuego me hipnotizan, como si existiera ahí una vida que yo no podía descifrar.
—¿Te pasa algo, abuelo?
Negó con la cabeza. Se levantó, lento, apoyado en su bastón, y fue hasta su cuarto. Al volver, se sentó a mi lado. Con una mano temblorosa, me puso en la palma un viejo pin dorado, con el escudo de Frontera.
—No le digas a tus tíos. Guardalo bien —susurró con complicidad.
Lo escondí en el cajón de mi escritorio. Y ahí se quedó por mucho tiempo. Años más tarde, en un cumpleaños de quince, el primero al que fui, me lo puse en el lado izquierdo del traje, frente al corazón. Pero al llegar al cumpleaños, nadie más llevaba un pin. Un conocido se rió al mirarlo. Me lo saqué y lo guardé.
Al día siguiente fui a su casa. Puse mis dos manos en el muro y salté. Al pararme sobre él, observé la silla de madera, de esas que se balancean de atrás hacia adelante, en la que se sentaba mientras charlaba conmigo: estaba vacía. La puerta estaba cerrada y las rosas de su jardín estaban perdidas y tristes entre los pastizales. Me senté en el muro y sentí una presión en la garganta. Pensé en golpear la puerta; luego me ganó la razón y desistí. Salté el muro en dirección a mi casa, y mientras caminaba lentamente, se me vino a la mente la imagen del pin. Corrí a buscarlo.
No estaba. Lo había perdido. Y entonces lloré todo lo que no había llorado el día en que partió mi abuelo.
Pasaron los años, los cumpleaños. Y yo seguía con esa sensación de ausencia que no se calma.
Hasta que un día, cuando Frontera volvió al fútbol profesional, buscando alguna remera en un ropero, algo sonó. Miré hacia abajo... y ahí estaba. El pin dorado del abuelo. Presumo que habría quedado enganchado en un traje que ya nadie usaba.
No lo llevé a la cancha. Pero ese día, cuando Frontera goleó 6 a 1 al equipo de Bazañez, al sonar el pitido final, al cerrar los ojos me vi como cuando era niño y hablábamos del resultado de los partidos en frente a la estufa.
Tal vez nadie entienda mis lágrimas al ver a mi equipo. Es que solo viviendo segundo a segundo mi vida puede entenderse lo que significa esa casaca roja y amarilla para mí. Yo vi cuando bajaban su ataúd en aquel pozo húmedo y oscuro, escuché el himno de Frontera en su velorio, y años después vi, a mi lado, en el hormigón de la fría tribuna, un espacio que jamás nadie llenó.