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Arte y Cultura

El velero

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Publicado el 31/07/2025 a las 19:00 por Facundo Araújo

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El velero

Todos tenemos un amigo poseedor de las historias más alucinantes. Bueno, quizás no todos. Pero yo, sin dudas, sí.
Desde la más tierna edad, cuando nos criamos jugando fútbol entre las pobrezas y las irregulares veredas del barrio de Quilmes, en Capital de Buenos Aires, él presentaba una gran capacidad para destruir los muros de la sorpresa contando historias que solamente pudimos creer gracias a que en muchas de ellas nosotros mismos fuimos protagonistas.

Tal vez desde muy chico se fue acostumbrando a esa dinámica, y a medida que fue creciendo fue decorando cada vez más sus historias para que no fueran menos estruendosas que la anterior. Pero, sin lugar a dudas, vivió muchas cosas, y juntarnos con él era esencialmente un sinónimo de que algo impresionante estaba por suceder.

Creo que si cualquier individuo del mundo se me aproximara y me contara una historia como la que estoy por relatar, no se lo creería. Pero a Ciro no solo le creo, sino que además lo envidio.

Yo le había perdido la pista. Siempre fuimos muy unidos, pero, vertiginoso en su andar, podría estar en cualquier lugar del mundo, y así fue. No lo vi por años, pero hace dos días, yo, que he escapado tortuosamente de la pobreza gracias al esfuerzo indiscriminado que nunca me faltó, viajé con todas mis hijas y mi segunda esposa a Salvador de Bahía.
Y ya que acostumbro salir a deambular solo por cada lugar al que voy, les notifiqué a mis hijas y me embarqué en una solitaria caminata por medio de los exóticos colores del Pelourinho.

Me sentía nostálgico, extasiado por lo pintoresco, pero de igual forma nostálgico. Sentía en el color de cada una de esas casas algo que me retrotraía a mi juventud, esa que ahora, con sesenta y tantos años, ya se quedaba muy lejana.

Pero entonces escuché un chiflido.
—Ratita, Ratita—
Y al mirar hacia un costado, lo encontré. El castaño de su pelo casi se había perdido en medio del gris de sus canas, pero las lucía hacia atrás con elegancia. Una densa barba le cubría la parte inferior del rostro, y si bien, al igual que yo, su rostro se había rendido ante la presión del pasaje de los años, algo en él se conservaba intacto. Es como si envejeciera pero, al mismo tiempo, su rostro estuviese detenido en el tiempo.

—Sos vos, ¿no, Ratita? No vas a ser hijo de una gran… —me dijo, previo a un abrazo de amor.
“Te extrañé”, repetía una y otra vez.

Y entonces se dispuso a contar la reina de todas sus historias, que hoy yo tengo el deber de contártela a vos para que la reflejes en uno de tus cuentos.

Aparentemente, él estaba trabajando en barcos de carga y uno de ellos paraba en Europa, y como el tiempo entre viaje de ida y vuelta era de aproximadamente una semana, decidió alquilar una moto y viajar hasta alguna costa de Italia.
Él siempre hablaba de Italia de chicos. Quizás la cuántica del universo, entrecruzada con la magia de la realidad, le había puesto en los recuerdos algo que pasaría en el futuro.
O quizás, como diría la gente que se esfuerza por ver al mundo siempre desde una perspectiva aburrida, fuese solamente coincidencia.

Pero ahí dice él que, frente al hotel de mala muerte donde se quedaba, se elevaba con forma de castillo un verdadero hotel para gente muy acaudalada. Y como a Ciro le pasan cosas raras más porque las busca que porque solo las encuentra, se puso a conversar con una muchacha.
Dice que se puso a conversar porque llevaba en su equipaje un bandoneón que había pertenecido a su abuelo Hormidas, y como mi amigo disimulaba muy bien la pobreza con su habida cultura, demostró tocando la canción “Malena” que su elegancia y carácter valían más que cualquier herencia económica.

Cuando elevó su mirada tras el soplido final del bandoneón, notó cómo ardía una brasa en medio del pecho de aquella acaudalada y delicada moza. Y sus ojos rebeldes y misteriosos la quemaron aún más. Ella, ese día, le enseñó algunas calles de Italia, y descubrió que no era argentina, como él sospechaba, sino que era aún mejor: era uruguaya.
Esencialmente igual a una argentina, pero mucho mejor. Y día a día se encontraban en frente de sus respectivos hoteles, ella para sentirse amada y él para amarla.

Un día, ya casi al final de la travesía por Italia, ella le preguntó si él sabía manejar un velero.
¿Qué podría saber manejar un velero un pibe criado en las calles más pobres de Quilmes?
Pero, obviamente, él contestó que sí, y así salieron.

Cuando pisó las lustradas tablas del hermoso velero, en una de las más impactantes bahías del mundo, y además con una mujer que era aún más linda que todo lo anterior junto, mi amigo descubrió, desesperado, que en realidad no tenía idea de cómo manejar un velero.
Así que hizo lo que siempre estuvo acostumbrado a hacer: simple y llanamente improvisó. Tomó el bandoneón y empezó a tocar, una tras otra, canciones de tango rioplatense.
Y ella, que entendía que eso en verdad era parte de una excusa, comenzó a cinchar las velas y atar y desatar un montón de cuerdas, mientras Ciro miraba de costado y entrecerraba los ojos en cada ida y venida de la melodía. Luego, el barco partió, arrojado por el viento, en medio de esa bahía de aguas azules y cientos de ventanales de casas coloridas que los observaban, fríos, desde el monte verde.

Ella lo observó desde atrás y, ansiosa por el contacto humano, lo abrazó.
Él soltó el bandoneón y la observó directamente a los ojos.
Pero ni siquiera él, aventurero y valiente, se animó a darle un beso en ese momento.
Quizás fue su belleza lo que lo deslumbró, o quizás recordó que éramos, en realidad, pobres niños de Buenos Aires y no tendría nada que hacer ante tal mujer.
Pero ella, que sí esperaba el beso, lo tomó más como una provocación que como un acto de debilidad, y continuaron charlando, riendo y recordando.

Ella le contó de su casa en Capón Alto, en la frontera entre Uruguay y Brasil, y él le contó cómo aprendió a tocar el bandoneón y lo lindas que son algunas calles en Buenos Aires.

Él comenzó a descubrir, en medio de la conversación, que la hermosura de esta muchacha no radicaba tan solo en su rostro.
Quizás su rostro, el más hermoso del mundo, era a su vez altamente inferior a la belleza de sus pensamientos.
Sentía que cada capa era más preciosa que la anterior, y era justo lo que él andaba buscando.

Luego, el sol comenzó a perderse tras el mar, y de esa forma arriaba un sinfín de nubes rojas, amarillas y naranjas, en la plenitud de una bóveda celeste que se apagaba en un azul oscuro y un violeta melancólico.

Entonces sintieron una brisa inusual y el velero comenzó a viajar en consecuencia.
Ella intentó maniobrar, pero repentinamente divisaron lo que él denominó como una nube brillante que flotaba sobre el mar.
Decidieron acercarse y ver de qué se trataba, y vieron un portal, una apuñalada en medio del cuerpo de la realidad que conectaba con otro lugar en el espacio.

Claro que para mí fue difícil de creer, y en realidad yo no doy fe de la historia que estoy contando.
Pero sé que si esta historia le sucediera a alguien, solamente podría ser a Ciro. Cuando notaron que, en medio de la neblina que irradiaba una fuerte luz blanca, se encontraba la imagen sublime de otra realidad, él se percató de que no sabía el nombre de la mujer con la cual había compartido tanto tiempo.

Pero había que tomar una decisión cuanto antes, y no había forma de tomarla sin llamarla por el nombre. Entonces preguntó con gran timidez:
—¿Cómo te llamás?
Ella, inmersa en lo tenso del momento, estalló en una carcajada y, con cariño, le susurró la palabra:
—Mía.
Él le sonrió y le dijo con voz suave:
—Mía, ¿me acompañás en esta aventura?

Ella nunca hubiera aceptado, pero él le transmitía seguridad. Una seguridad que nadie le había transmitido antes.
Así que ambos partieron.

Y hasta acá llega la historia.
Ciro me dijo que volviera al día siguiente y así me contaría el resto de sus aventuras.
Pero fui, y nunca más lo encontré.
Creo que debo resignarme al honor que conlleva solamente escuchar esta historia.

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