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Vida y Sociedad

La estética como nueva religión

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Publicado el 25/08/2025 a las 20:30 por Bruna Telles

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Antes, las fotos eran lo que eran, torpes, naturales. Una tía con los ojos cerrados, un primo mirando para otro lado, la pared del fondo con manchas de humedad o la puerta despintada. No había prisa por corregir nada ni filtros que lo disimularan: quedaban así, imperfectas, y con esa intriga alcanzaba para llenar el rollo e ir a revelarlas. Las mirábamos años después y nos reíamos de la cara rara, de la ropa pasada de moda, del pozo negro asomando como testigo involuntario. Eran fotos para recordar, no para vender.

En el interior del país, además, no había mucho que “estetizar”. Los juguetes y la ropa eran heredados de primos o hermanos. Se jugaba con pelotas viejas, descalzos, y las muñecas de trapo o las barbies falsas con el pelo cortado y teñido con fibras eran protagonistas de historias inventadas en la vereda. Nos poníamos la ropa que queríamos, sin la presión de saber si era de marca, sin pensar en paletas de colores ni en si combinaba para la foto. Éramos niños, nomás. Y sobre todo, jugábamos afuera: a las escondidas, a las atrapadas, a inventar mundos con un par de latas y una cuerda. No había pantallas absorbiendo la vista ni la atención, y mucho menos dictando cómo teníamos que vernos o comportarnos. La presión estética no empezaba en la infancia; la infancia era otra cosa.

Hoy todo tiene que ser aesthetic o instagrameable. No alcanza con vivir: hay que componer la escena. El café no se toma; se acomoda la taza junto a una servilleta perfectamente doblada, se inclina el plato para que el brownie y el avocado toast reciban la luz justa. La mesa se despeja solo para la foto; después, vuelve a llenarse de tickets y migas olvidadas. La vida ocurre a través de una pantalla que primero mira y después, quizá, vive.

Y esa mirada ya no espera a la adolescencia. Las redes sociales se han filtrado en los primeros años de vida, moldeando desde temprano la idea de belleza y éxito. Un niño aprende que su cumpleaños no es solo para soplar las velas, sino para posar junto a un fondo decorado y una torta que combine con los globos. Una niña descubre que su vestido vale más si recibe muchos corazones en una foto. La noción de estética se instala antes que la de juego, y el espejo deja de ser un objeto de curiosidad para convertirse en juez silencioso. La infancia, que antes era territorio libre de evaluaciones externas, empieza a vivir bajo la mirada constante de un público invisible.

El consumo ya no se limita a lo que compramos: ahora consumimos y vendemos una versión editada de nosotros mismos. Filtramos las sombras, los poros, el desorden. Corregimos el color para que encaje en la paleta del feed. Inventamos un personaje, o maquillamos el que ya tenemos, hasta que nosotros mismos dudamos dónde empieza la vida real y dónde termina la puesta en escena.

No es un fenómeno ajeno. Todos caemos. Todos hemos movido una planta para que aparezca en la foto, borrado un detalle que arruinaba la composición, repetido una toma hasta encontrar “la buena”. Fingimos espontaneidad mientras calculamos ángulos. Vivimos con la conciencia partida: la mitad en lo que pasa, la otra mitad en cómo se verá después.

Las redes sociales han convertido la estética en un nuevo dogma. No importa si el instante fue feliz: lo importante es que lo parezca. Y en esa carrera hacia la perfección visual, la vida se nos va escapando por las grietas. Nos volvemos curadores de un museo imaginario donde no hay manchas de humedad, ni pozos negros, ni gestos incómodos. Solo cuadros colgados a la altura justa, con iluminación cuidada y sonrisas perfectamente calculadas.

A veces pienso qué perderíamos si volviéramos a las fotos feas. A esa captura desprolija de un momento que no necesitaba venderse. Tal vez recuperaríamos algo de la verdad que dejamos atrás. Tal vez recordaríamos que la belleza no siempre es cómoda ni simétrica.

Porque las fotos perfectas se olvidan pronto, pero la imperfección, esas con la mancha de humedad, la risa torcida, la pelota desinflada y la mugre en las rodillas después de una tarde de escondidas, son las que nos siguen mirando cuando ya nadie nos ve, las que se cuelan como recuerdo en las noches de insomnio. Cuando recordamos que ser niños era eso; ser niños.

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Comentarios

Anónimo

26/08/2025 03:37

Muy bueno!

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