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La juventud y el miedo a pertenecer: un diálogo con Sartre y Pessoa

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Publicado el 29/08/2025 a las 20:00 por Victoria Luna

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¿Qué significa ser joven en un mundo donde todo cambia a la velocidad de un clic? ¿Qué pasa cuando sentimos que nunca somos lo suficientemente buenos para pertenecer, pero tampoco queremos perder lo que nos hace únicos?

Ser joven hoy no es simplemente una cuestión de edad. No se trata solo de pasar de la adolescencia a la adultez, de cumplir años y acumular experiencias. Es, sobre todo, una vivencia existencial: la de caminar en un terreno inestable, donde las preguntas pesan más que las respuestas. La juventud es esa etapa en la que sentimos que todo es posible, pero también que nada es seguro.

No es casual que tantas veces se la viva con angustia. Porque ser joven es estar parado en la frontera: entre lo que los otros esperan de nosotros y lo que de verdad queremos ser; entre el deseo de pertenecer y el miedo a perdernos en el intento.

En Uruguay —y en cualquier lugar, si somos sinceros— hay algo que atraviesa la juventud: la mirada de los demás. La familia que espera que estudies “algo con futuro”, los amigos que marcan lo que está de moda, las redes que exhiben vidas perfectas. La presión no siempre se dice en voz alta, pero está ahí, como un zumbido constante.

Sartre lo resumió en una frase dura: “el infierno son los otros”. Y no hablaba de que la gente sea mala, sino de que la mirada del otro nos condiciona. Nos vemos obligados a ser alguien frente a esa mirada, a ajustar el personaje para que encaje. El problema es que, en el intento de pertenecer, a veces nos diluimos en lo que los demás quieren que seamos.

En Uruguay, donde el “qué dirán” pesa tanto en lo cotidiano, esta tensión se siente fuerte. Queremos tener nuestro lugar, sentir que somos parte de algo, pero al mismo tiempo nos da miedo ser uno más en la masa, que nos devore lo colectivo sin dejar espacio para lo singular.

La juventud, más que una etapa de respuestas, es una etapa de ensayo y error. Probamos carreras, trabajos, amores, amistades. Vamos cambiando de piel como si buscáramos dar con una versión de nosotros que finalmente encaje.

El problema es que cuanto más buscamos, más sentimos que se nos escapa. Las redes sociales no ayudan: siempre hay alguien que parece vivir más pleno, más feliz, más exitoso. Esa comparación constante es un veneno silencioso. ¿Cómo encontrar un “yo auténtico” cuando todo el tiempo tenemos frente a los ojos modelos inalcanzables?

Es ahí donde aparece Pessoa, como un espejo incómodo pero necesario. En su Libro del desasosiego confiesa:
“No soy nada. Nunca seré nada. No puedo querer ser nada. Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.”

Esa frase resume la paradoja de la juventud: por momentos sentimos que no somos suficientes, que no alcanzamos lo que se espera de nosotros… pero al mismo tiempo, que cargamos dentro una infinitud de sueños, deseos y posibilidades.

Pessoa no nos ofrece consuelo fácil, pero sí compañía. Nos dice: “Yo también me siento así, contradictorio, fragmentado, incapaz de definirme del todo”. Y en esa sinceridad, uno encuentra alivio: tal vez no estemos tan solos en la confusión.

La gran pregunta que atraviesa la juventud —y probablemente toda la vida— es la del sentido. ¿Qué quiero hacer? ¿Qué quiero ser? ¿Cuál es mi lugar en el mundo?

Sartre diría que no tenemos esencia previa, que no venimos con un guion escrito. Estamos condenados a elegir, a inventarnos. Esa libertad es hermosa, pero también da un vértigo enorme. ¿Qué pasa si elijo mal? ¿Qué pasa si no elijo nada?

Pessoa nos muestra la otra cara: la imposibilidad de cerrar la identidad en algo fijo. Sus heterónimos —esas decenas de “otros yo” que inventó para escribir— son la prueba de que nunca terminamos de ser una sola cosa. Pessoa encarna la fragmentación, esa sensación de que dentro nuestro conviven muchas versiones, muchas posibilidades, y que todas son verdaderas aunque se contradigan.

La juventud, entonces, no es solamente una etapa de transición hacia la adultez, como suele decirse. Es, más bien, un territorio donde aprendemos a convivir con la angustia, con la falta de certezas, con la presión externa y el ruido interno. Y, sin embargo, en ese ruido también se gesta la creatividad, el movimiento, la capacidad de soñar.

La juventud no es simplemente un puente hacia la adultez, ni un período de dudas pasajeras. Es un tiempo cargado de contradicciones, de búsquedas, de sueños que a veces parecen demasiado grandes para caber en nosotros. Es crisis, sí, pero también posibilidad. Es movimiento, creación, reinvención constante.

Sartre nos enseña que estamos condenados a la libertad: no hay destino escrito, y eso puede doler, pero también abre infinitos caminos. Pessoa nos recuerda que dentro de cada uno late una multitud, y que no somos menos por no tener una identidad fija: somos justamente ese fluir, esa fragmentación, ese desasosiego que también guarda belleza.

Quizá ser joven no sea encontrar todas las respuestas, sino aprender a convivir con la incertidumbre. Aprender a habitar las preguntas. Aceptar que está bien no tenerlo todo resuelto, que está bien sentirse perdido a veces.

Y en ese tránsito, entre la angustia sartreana y la poesía de Pessoa, descubrimos algo esencial: que no estamos solos en la búsqueda. Todos, de una manera u otra, intentamos inventar un lugar al que pertenecer, mientras seguimos soñando con todos los mundos posibles que llevamos dentro.

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