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Presente

Publicado el 23/05/2025 a las 16:00 por Facundo Araujo

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La política siempre me interesó. En casa, decir que iba a dedicarme a eso era, esencialmente, una obviedad. Formaba parte del aire que se respiraba, un gesto más de la rutina.

En Salto, los gurises no solían involucrarse, o, a lo sumo, se sumaban a los grupos del Partido Nacional o del Frente Amplio, que eran populares o funcionaban como una especie de club social. Yo, en cambio, me metí en el Partido Colorado casi por rebeldía, como quien elige el camino menos transitado solo porque sí.

Había algo en esa imagen sobria y moderada que me complacía. Y también algo —más visceral— que me alejaba del Frente Amplio. Me incomodaban, me repugnaban incluso. Sentía su hipocresía como una irritación que comenzaba en lo más profundo del cuerpo y brotaba hasta la capa más superficial del epitelio. A veces, de adolescente, discutía con compañeros, con profesores. A una docente de Historia llegué a amenazarla con hacerle un juicio por enseñar con un sesgo que, para mí, violaba la laicidad.

Después, la vida me fue ablandando. Seguía pensando igual, pero ya sin ganas de convencer a nadie. Me repetía que todos —incluso los otros— queríamos lo mejor para el país, aunque sus ideas fueran equivocadas. Había aprendido a mirar sin tanto juicio.

Una noche de mayo, ya en Montevideo, salí a comprar una caja de leche a un 24 horas que quedaba a pocas cuadras. Al mirar en dirección a 18 de Julio, vi una enorme multitud. Tardé unos segundos en recordar que era la Marcha del Silencio.

Me generó una gran curiosidad y opté por acercarme. Me subí la capucha y encogí los hombros, claramente para que no me viera ningún conocido. Había una vibración extraña en ese murmullo contenido. Una solemnidad que no me angustiaba, pero que, por momentos, me provocaba rechazo.

Luego una voz —amplificada, lenta, cavernosa— comenzó a leer nombres. Cada uno era respondido por la multitud con un “¡Presente!” que vibraba como un eco en la médula. No sé por qué seguí ahí. Quizás por curiosidad. O por esa parte de mí que, sin quererlo, se sentía parte de algo.

Hasta que escuché mi nombre.

Mi nombre completo. Con ese ritmo exacto con el que mi madre lo decía cuando me retaba.

“¡Presente!”, gritaron miles de gargantas.

Y entre todas, la mía. Bajita. Salida de mi propia boca, casi disuelta en un suspiro. Había encontrado una paradoja, y en ella, el dolor de entender algo más allá de mí. Mi respiración comenzó a costarme más de lo natural, y gradualmente subían y bajaban mis hombros, crecía y se contraía mi pecho.

Levanté la vista. Vi a mis dos hermanos pasar frente a mí. Mis hermanos menores, aunque ahora, sin dudas, con mayor edad que la mía. Tras su piel arrugada y sus barbas grises, conservaban los mismos rasgos inolvidables. Tomaban de los brazos a una señora muy, muy viejita.

—Mamá —me dije a mí mismo, con la misma voz con la que dije presente.

Ella, encorvada, abrazaba un cartel con una foto mía. Una que no recordaba haberme sacado jamás. Pero con la misma cara con la que ahora la estaba mirando.

En ese momento, sentí como si se derrumbara un edificio, o una montaña, o quizás un mundo entero sobre mí, devastando mi integridad por completo y dejando un vacío enorme que, en un instante, se llenó con un fuego feroz que se elevó hasta donde la lengua se une con la garganta.

Me llevé las palmas a la cara. Sentí un temblor frenético en las manos. Me alejé, torpemente, como si caminara por dentro de un sueño. No recuerdo haber dicho una palabra. Tampoco volví a la marcha.

Desde entonces, no regresé. Y tampoco pretendo hacerlo. Pero un día dije presente, y muchos nunca tuvieron esa dolorosa oportunidad.

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Facundo Araujo

Estudiante de medicina veterinaria. Miembro de la agrupación Innovación. Escritor de cuentos y relatos.

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