Sin pelear
Publicado el 21/05/2025 a las 20:00 por Facundo Araujo

La mañana era perfecta. Una fría niebla acariciaba suavemente el monte en su vasta extensión. Los pájaros entibiaban sus gargantas con los primeros silbidos, componiendo una sinfonía tan digna como ese paisaje, teñido de un verde oscuro. En el cielo, nubes rasadas y violáceas se deshacían lentamente en la bóveda infinita. Aquel par de ojos marrones las contemplaba por última vez.
Expulsó el humo del cigarro con suavidad. La neblina de tabaco se entrevero con su barba antes de perderse en la estampa campera. En su puño apretaba con fuerza un pañuelo blanco, tan blanco que parecía recién lavado por la historia. Lo sostuvo hasta que su mano tembló; luego aflojó el gesto, se lo anudó al cuello, y alzó la cabeza con orgullo hacia el cielo dejando salir lentamente un suspiro largo.
El cigarro fue perdiendo cuerpo, y cuando sintió las brasas quemándole los dedos, lo aplastó contra el palenque y lo tiró lejos. Terminó de ajustar el recado del caballo. Con un pie en el estribo dio dos pasos —porque el caballo se le movía inquieto— y de un salto se montó y partieron los dos.
Hortencio Quinteros dejaba atrás a tres hijos varones, una niña, y a su señora, Alba Gutiérrez. Solo a Lucas, el mayor —que ya golpeaba los catorce años— le contó la verdad. Lucas sabría ahora que estaba a cargo, con la promesa de que algún día su padre volvería a buscarlo para pelear juntos por la bandera. Pero por ahora debía cuidar de sus hermanos, y más aún, de su madre.
Hortencio pensaba en todos ellos, pero sobre todo en María, la más chiquita. Sabía que al despertar no lo encontraría, y que si las cosas no salían como esperaba, tal vez nunca lo volvería a ver. Pensaba en sus ojos, en sus abrazos, en esa ternura que sólo ella sabía darle.
Pero su deber era más grande que su miedo. Como hombre, debía entregarse entero por la patria. Lo hacía por ella y por su gente. No se sentía digno si no ponía su carne en juego por el respeto que los suyos merecía y que, creía, sólo así podría ganarse. Si moría, quería hacerlo en batalla, peleando por sus creencias.
El sol fue cortando el tiempo con su avance perpetuo. Ya en el ocaso cuando se sentía como una partícula cabalgada en la planicie, vio a lo lejos a dos hombres marchando en dirección contraria. Apretó el puñal, consciente de que el peligro era tan real como el dolor de la partida. Optó por evitar el camino conocido y buscar un arroyo para llegar al campamento por una vía más discreta.
Lo que no sabía era que esa ruta lo obligaría a atravesar una zona tupida de chircas y abrojos. Alguna víbora —una cascabel, una crucera, quién sabe— provocó un corcoveo violento del caballo. Hortencio cayó, rodó por una ladera y quedó atorado entre dos piedras, boca arriba, sujetando entre ramas y raíces que lo inmovilizaban. El caballo murió de inmediato luego de golpear su cabeza con una roca.
Hortencio Sintió de inmediato un latido entre las piernas. El cuchillo había quedado atrapado y le había perforado el muslo. Cualquier movimiento, por mínimo que fuera, lo desangraría. Suspiró y dejó que la biología hiciera lo suyo.
Una gota de sangre le recorrió el abdomen, le acarició el cuello y se fundió en su pañuelo blanco, que comenzaba a mancharse con el color de sus enemigos. La oscuridad apagó el relieve del monte, dejándolo solo, inmóvil, en medio de la nada.
Con la mano libre se quitó el pañuelo, buscando que no continúe pintándose de rojo, y lo arrojó sobre una rama apenas visible. Las estrellas estaban hermosas. Su mente, lúcida, no dejaba de imaginar los ojos de María, su risa, su abrazo. Pensó en lo que no volvería a ver.
La sangre goteaba por su nuca y cada gota, al chocar con las hojas secas del suelo, emitía un sonido que el monte amplificaba. Luego de cada golpe húmedo, el silencio era más profundo, como si el monte contuviera la respiración al escuchar.
Así pasó la noche, y con ella se fue apagando su existencia.
Y en medio del viaje de una última gota de sangre que se desprendió de su nuca, pero nunca tocó el suelo, Hortencio Quinteros murió.
Su cuerpo no fue encontrado jamás. Partió sin haber disparado un solo tiro. Sin ver el rostro del general Aparicio Saravia cabalgar entre la gente con su famoso poncho blanco. Y sin despedirse de su hija de seis años, que, con el tiempo, terminaría olvidando su rostro.